Roberto Corral Ruso

Facultad de Psicología. Universidad de La Habana. Cuba

Resumen

En la presente ponencia el autor expone básicamente los fundamentos de la experiencia cubana en la formación de psicólogos. Durante cincuenta años de formación de profesionales de la Psicología en Cuba, el autor ha estado directamente implicado en estos procesos como estudiante, profesional, profesor, asesor, y desde hace más de diez años funge como presidente de la comisión que elabora el currículo de formación de la carrera de Psicología en la Educación Superior cubana.

Palabras clave: psicología, formación, currículo.

 

Abstract

In this paper the author presents basically the fundamentals of cuban experience in the training of psychologists. For fifty years of training professional psychologists in Cuba, the author has been directly involved in these processes-rather deeply committed, as a student, as a professional, as a teacher, as a consultant and eventually assume-responsibility for more than ten years, chairman of the committee that prepared the training curriculum of the Psychology course in Cuban Higher Education.

Keywords: psychology, training, curriculum.

Trataré de exponer básicamente una experiencia, más que sentar una cátedra o elaborar cuidadosas normas para ser seguidas. Compartiré con ustedes cincuenta años de formación de profesionales de la psicología en Cuba, en los que me he visto implicado –más bien profundamente comprometido– como estudiante, como profesional, como profesor, como asesor y también la responsabilidad que asumo desde hace más de diez años como presidente de la comisión que elabora el currículo de formación de la carrera de Psicología en la educación superior cubana. Sin embargo, todo este tiempo no ha disminuido muchas de las angustias que en ocasiones sentimos los formadores de psicólogos y psicólogas; más bien las ha refinado. Porque esta no es una profesión de ocho horas diarias y fin de semana de descanso; no es un medio de vida sino un modo de vida, que no respeta asuetos ni feriados. A esta profesión de alto riesgo nos hemos dedicado, y sobre ella les confiaré algunas de estas experiencias.

 Primero es necesario comprender qué es la Psicología, como ciencia y como profesión. Permítanme una fea cita: hace más de cincuenta años un filósofo francés, Canguilhem, caracterizó la Psicología de la peor manera posible: “… una filosofía sin rigor, una ética sin exigencia y una medicina sin control”. Otras caracterizaciones, antes y después, no han sido más amables. ¿Por qué una visión tan pesimista? Veamos la ciencia.

La Psicología como disciplina científica enfrenta varios peligros. En primer lugar es una ciencia dividida, o mejor aún, una ciencia que no ha encontrado un cuerpo estable de conocimientos respetados por todos sus profesionales y admiradores, en suma, el “paradigma”. Sin embargo y al mismo tiempo, este peligro puede entenderse como una fortaleza: la diversidad de miradas y la búsqueda permanente de formas de integración dialécticas, no excluyentes. El profesional tendrá que vivir con una cuota alta de incertidumbres y ser bien tolerante a la diversidad y la diferencia. En los tiempos que corren, y los que parece se avecinan (y no solo para la psicología), esta será una virtud a enfatizar.

En segundo lugar porque la psicología es una ciencia extensa, con límites vagos e imprecisos, superposiciones, repeticiones y… demasiadas palabras. Se mueve desde los rigores lógicos y matemáticos de la psicología cognoscitiva y las neurociencias, con sus promesas de respuestas totales y definitivas, hasta los discursos dinámicos, cambiantes y casi románticos de las variantes humanistas, pasando por los llamativos tormentos dosificados del psicoanálisis. No es una cuestión de teorías; es una cuestión de focos y objetos diseñados para investigar y actuar. Enfrentamos un objeto complejo de estudio, que a la manera de un holograma presenta imágenes diferentes de acuerdo con la posición del observador, y lo que es todavía más complicado, con las intenciones del observado. No es posible evitar la construcción de teorías diferentes, pero es mi firme convicción que si bien ninguna tiene la respuesta absoluta, ninguna está totalmente equivocada. Encontrar el “dorado punto medio” que permita al menos la comprensión de esta extensión es una de las tareas actuales de los investigadores, pero sobre todo de los profesores. Tendremos que ir más allá de este modus vivendi de coexistencia pacífica que parece presidir el nuevo siglo en nuestra ciencia.

Y por último puede ser un conocimiento peligroso para las personas, porque compromete irremisiblemente al que entra en ella. A veces queremos escaparnos del compromiso de reflexionar sobre uno mismo para hablar de los otros como si fueran marcianos, o al menos otra especie diferente de homínidos que comparten el planeta con nosotros, ser los “demiurgos” de los demás. No es posible; esta es una ciencia que se entromete en las intimidades de cada uno de nosotros, y enseñar esta característica es vital si queremos formar profesionales.

Esta última cualidad se desliza de manera inadvertida en la profesión. ¡Qué fácil parece al profesional novato hablar de los demás! ¡Y qué difícil le resulta hablar de sí mismo, o evitar la tentación de evaluar a su propia familia, su pareja, sus amigos, su vida! Una estudiante me comentaba hace poco: ¡Qué fácil es hablar del sexo y la sexualidad… de los demás! Y sin embargo, resulta inevitable. Esta contradicción entre las dimensiones pública y privada del profesional no tiene una solución única: cada uno de nosotros, ya expertos en este compromiso hemos encontrado nuestras propias soluciones. Pero enseñar a buscarla es uno de los asuntos más serios de la carrera.

Otro de los avatares peligrosos de la profesión, y que nosotros vivimos con particular agudeza en estos momentos es lo que llamamos de manera poco elegante y muy combativa, el “intrusismo profesional”. Aparecen nuevas profesiones –psicopedagogo, trabajador social, fisioterapeuta– se hacen más avasalladoras las antiguas –psiquiatría, antropología, sociología, pedagogía–, se inventan nuevas prácticas que nadie puede predecir adónde van –terapia floral, consejerías psicológicas, terapias transpersonales– se mantienen divisiones tribales dentro de la práctica y la formación –la ya antigua división entre psicólogos y psicoanalistas, y la más nueva entre cognitivistas y personalistas– que al final no mejoran nuestra visión –o las de los demás– sobre nosotros. No es mi interés historiar una guerra civil entre todas estas divisiones, o mejor diversidades, pero para los profesores es una enorme responsabilidad, y hasta un dolor de cabeza a la hora de seleccionar qué ofrecer, qué celebrar, qué permitir, qué despreciar, qué sancionar. No es cuestión de no aplicar o exponer una posición personal: es cuestión de justicia con el estudiante, y no ocultarle que más allá de lo que enseñamos en el aula, la profesión se expande continuamente, y el mejor antídoto contra la desesperanza de la falta de soluciones definitivas o el imperio del “vale todo” o “cualquiera puede ser psicólogo” es construir una profesión abierta, tolerante, pero con un compromiso personal de responsabilidad y justicia con el otro, y un conjunto de reglas profesionales muy exigentes que se vigilan a sí mismas.

Por último, pero siempre en todas partes, la ética. Esta es una profesión que exige comprender con claridad el origen y la fundamentación de sus prácticas (una epistemología de varios órdenes), los propósitos insertados en sus acciones (una axiología acoplada al instrumento y al profesional) y una alerta continua acerca de los límites, las constricciones y las facilidades permitidas por el otro y por uno mismo (una ética de rigor). Si me preguntaran cuál es el núcleo más legítimo de nuestro profesional que lo diferencia de los demás diría que es una ética profesional que no solo es rigurosa, sino que permea cada acción, cada propósito y cada decisión del psicólogo que no puede delegar en una teoría, un instrumento o una práctica su responsabilidad. Al menos, en términos de conciencia.

Con semejantes características, a veces me pregunto si no hubiera sido más sano y sobre todo más cómodo estudiar cualquier otra profesión. A veces ensayo con mis estudiantes mostrarles los peligros y las exigencias que tendrán que afrontar para evaluar su vocación: la mayoría se mantiene fiel. A pesar de tantos augurios siniestros, continúa siendo una profesión atractiva, necesaria y bien solicitada.

Las responsabilidades de los que debemos enseñar a ser profesionales de la psicología van de la mano con sus características. Cualquier diseño curricular adecuado a la profesión deberá cumplir con reglas no explícitas, que curiosamente se repiten en diferentes escuelas y sistemas educativos de Psicología, al menos en Latinoamérica. Entre nosotros esas responsabilidades suponen una transformación personal del estudiante que ingresa. En primer lugar, incitarlos y hasta dirigirlos en un tránsito epistemológico desde el sentido común que establece juicios y acciones normativas “naturalizadas” y no discutidas, hasta un pensamiento de un orden más complejo, que cambia estos juicios a veces por su contrario. Es una transformación a veces silenciosa, a veces estridente, pero de la que nadie se salva. En segundo lugar, comprometer al estudiante para que “deje de ser quien ha sido todo el tiempo” para emerger con una nueva identidad, que requiere una visión crítica de sí mismo y la remodelación de su proyecto de vida. Esta es más silenciosa, y primero la captan los observadores, la familia, la pareja, los amigos. No se siente como una revolución personal, sino como evolución natural. No es asunto de alcanzar mejores evaluaciones o demostrar más conocimientos. Impacta los hábitos, los discursos, las actuaciones y hasta la moda. Es el pasaporte a la profesión. El estudiante no aprende a ser psicólogo o psicóloga, se transforma casi sin darse cuenta, y lo más significativo, en un viaje sin retorno. He acompañado a estudiantes magníficos hasta el tercer año de la carrera que de pronto, al darse cuenta real de lo que significa la profesión la abandonan por otra. Después de todo, se necesita mucha valentía para asumir el reto, o no asumirlo y declararlo. También tenemos aquellos estudiantes que se refugian del compromiso en áreas más “neutrales” y no tan insistentes con la identidad, como la Psicología experimental o las Neurociencias o las versiones matematizadas de la Psicología. Ni sospechan que la exigencia del compromiso los perseguirá hasta ahí, y se les presentará cuando tengan que tomar decisiones. Otra de las responsabilidades del profesor es decir las verdades: las gratificaciones, los gastos personales, las opciones, las exigencias, los desconocimientos, las inseguridades. No es un papel muy coherente con la imagen del profesor poseedor de la sabiduría y el poder. De hecho, en mi experiencia, las posiciones de poder –científico, social, político– no se avienen mucho con esta profesión, y poco se gana colocándose en tal posición desde la cátedra. Por último, la exigencia explícita y declarada de todo profesor: dominar su contenido. La paciente labor de ordenar didácticamente su campo de pericia, ofrecer sistematizaciones y dosificaciones, revelar las relaciones de lo que se enseña con la vida profesional y las demás variantes de la práctica, comunicar y convencer. Y todo esto sin perder de vista la diversidad y la tolerancia a la diferencia. El buen profesor de Psicología no solo es experto en lo que sabe, sino que debe ser experto también en lo que no sabe, para reconocer que existe. La otra cualidad inexcusable para un profesor es su vínculo con la profesión misma; no podemos ser académicos aislados de la vida profesional o investigativa, que nos nutre y da sustento a lo que enseñamos.

Todo lo anterior son requisitos, premisas, reflexiones antes de entrar al diseño curricular: responder las tres preguntas de la Didáctica que desde Commenius acá siguen siendo las mismas: ¿Para qué, qué y cómo enseñar? Además identificar el objetivo general de la profesión y su objeto de análisis e intervención. Dicho así, parece simple. Pero después de los análisis anteriores, resulta un oficio complicado e inacabable. En primer lugar el propósito del profesional. ¿Cómo alcanzar una formulación que resulte aceptable –y lo más difícil, creíble– para todos? Al final en nuestra experiencia llegamos a un acuerdo casi salomónico: el propósito último de cualquier acción profesional de la Psicología es promover el bienestar humano. Bienestar no es felicidad, no es satisfacción, no es placer, no es poder, no es posesión. Es también el dolor, el duelo, las frustraciones, las ilusiones, las pérdidas, la muerte. El psicólogo/psicóloga es el profesional que ayuda, apoya, acompaña al ser humano a comprender este viaje que es la vida con todos sus accidentes, y a verse a sí mismo en el camino. De esta manera se identifica además el objeto: el ser humano como sujeto de sí mismo, de sus acciones e historia, de su futuro y sus relaciones con los demás. Este objeto ha recorrido y recorre muchas palabras para objetivarse y definirse: alma, espíritu, mente, conciencia, comportamiento, cerebro, inconsciente, subjetividad, grupo, comunidad, organización. Cualquiera que sea la palabra que usemos y la objetivación con que se identifique, el propósito sigue siendo válido, y separa nuestra profesión de las demás que colocan como objeto de sus atenciones al ser humano.

Sabido el “para qué” de manera rápida y breve (la discusión sería interminable), podemos imaginar el “qué”. Debo aquí relatarles la experiencia de Tuning-América Latina. Nos hemos reunidos especialistas con diferentes responsabilidades en la formación de profesionales de la psicología y procedentes de diferentes instituciones de enseñanza en América Latina. Una colección variopinta –en la que me incluyo–, que para un observador externo pudiera parecer una especie de circo, con todas las adscripciones teóricas, metodológicas, referenciales, profesionales y hasta confesionales posibles. En suma, la perspectiva de un diálogo de sordos o un foro de interminables discusiones. Nada de eso. Al contrario de lo imaginado por otras personas –otros profesionales principalmente– ha primado un diálogo muy fructífero y una conciencia clara de un propósito común en medio de la diversidad. Cada uno aportó en la medida de sus pericias y experiencias. De aquí, he tomado las conclusiones acerca de qué formar en un profesional de la psicología, identificado con “ejes didácticos” más que contenidos. Los cinco ejes se despliegan en forma de espiral, sin un principio o un final, sino con lazos recurrentes que se remiten continuamente unos a otros. Estos ejes son la práctica profesional (sus objetos, acciones y propósitos, y los espacios sociales de aplicación), la dimensión disciplinar (sus teorías, metodologías y posibles vínculos entre sí), la referencia interdisciplinar (las fronteras móviles, las demás profesiones y ciencias que nos son afines o relevantes, la necesidad de trabajar en grupo con otros profesionales), la reflexión epistemológica (los orígenes y determinaciones de nuestras prácticas y teorías, y las acciones de verificación, evaluación y objetivación de sus propuestas) y el último componente, identificado como transversal y presente en todos los demás ejes, la ética. Cada eje resume y exige contenidos, instrumentos, acciones, formas de pensar y actuar, relaciones con los otros y la mirada sobre uno mismo. Se concreta en asignaturas y disciplinas de enseñanza con diversos nombres y agrupaciones de contenidos, pero al final, se adscriben a los cinco ejes ya vistos. La revisión de cualquier plan de estudios de psicología, al menos en América Latina (insisto en esto), muestra un ordenamiento similar para quien sepa leer más allá de las declaraciones de nominaciones académicas.

Con todo lo importante que puedan ser los contenidos, en mi criterio personal lo que define mejor la formación del profesional de la psicología son las situaciones de aprendizaje diseñadas para este fin, sus arreglos didácticos, el “cómo” enseñar. La psicología, en cualquiera de sus ejes definitorios, no se aprende –y en consecuencia no se enseña– como un acto de transmisión de informaciones, conferencias magistrales o lectura de autores iluminados. Estos son medios que colaboran, completan, insisten, pero no son su centro. Requiere la cualidad que he enfatizado desde el principio: un compromiso personal con una manera de ser y hacer, que solo se alcanza en el diálogo continuo con los profesores y otros estudiantes. Estas situaciones pueden abarcar la gama completa de las variantes didácticas que se discuten o se acatan desde la pedagogía universitaria, y a las que no presento ninguna objeción. Sin embargo y desde mi experiencia, deben propiciar determinadas direcciones de concientización y cambio en el estudiante.

En primer lugar, lo ya dicho acerca del progresivo compromiso con una profesión hermosa, pero demandante. Involucrarse paulatinamente en sus espacios de discusión y elección, que siempre pasa por la mirada interior y el juicio crítico.

En segundo lugar, y como ya señalé, debe permitir el cambio del estado de certezas de las vivencias cotidianas a la complejidad de los conocimientos de orden superior, y devolver a la vivencia más precisa, más elaborada, de su existencia, a la manera en que los artistas parten de emociones espontáneas a elaboraciones intelectuales y de nuevo a la reelaboración de emociones refinadas.

En tercer lugar, el tránsito del dominio de los instrumentos a la comprensión de los fines; comprender que medios y fines no están separados, sino que cualquier elección requiere la conciencia del propósito.

En cuarto lugar, promover situaciones de “elección responsable”; elegir es propio de la profesión pero su núcleo más importante es la responsabilidad personal con la elección, la discusión previa de las opciones, el mantenimiento de alternativas.

En quinto lugar, la sensibilidad para lo “humano”, la empatía. Esta cualidad es difícil de definir, pero todos los profesionales –más aun, los profesores– sabemos qué quiero decir. Sin una sensibilidad especial para reconocer al otro, sintonizar con él, y al mismo tiempo, no perderse en sus vericuetos, no se forma un profesional. Ya sabemos que no se puede llegar a ser terapeuta sin pasar antes por la situación de paciente, o mejor dicho, no antes sino todo el tiempo, y esta condición es extensiva a cualquier práctica de la profesión, colocarse “en el lugar del otro”. Esta cualidad nos separa definitivamente de otras profesiones más normativas, y aparece en cualquiera de las esferas profesionales, incluso las más “experimentales” o “técnicas” o “neutrales”.

Por último, incluiría una dirección de formación poco discutida pero siempre presente, y que un excelente colega cubano ha llamado la “inserción crítica y comprometida en la sociedad”. Un profesional de la psicología es un agente de transformación social, pero no de la manera en que puede mostrarse un político, un líder, un profeta, un comunicador, un legislador. No se erige en juez o abogado. No receta soluciones, o emite resoluciones, aunque la tentación haya sido a veces muy fuerte para algunos (véase la historia de algunos de sus autores más significativos). Es un renovador, pero desde dentro, desde las propias relaciones sociales en que se involucra por la profesión. La educación, la salud, el tejido social, las organizaciones productivas, las prácticas humanas, está en todas partes donde los seres humanos necesitan –necesitamos–, este apoyo. Y como todo científico social, es crítico de lo que existe y pretende mejorarlo. Su propia profesión lo lleva a esta inserción social que a su vez, alimenta su excelencia, y en muchos casos levanta la sospecha de los estamentos de poder. Léase la historia de casi un siglo de participación militante de los profesionales latinoamericanos en las transformaciones sociales de sus países. Es un ciudadano que no se restringe a los límites de sus prácticas profesionales. En nuestras universidades, alentamos esta dimensión, y en la mayoría de las universidades latinoamericanas, siempre ha estado presente. Es una virtud profesional.

Después de este recorrido reconozco imprescindible declarar dos observaciones vitales. No lean esto como un catecismo de reglas para enseñar a ser profesional de la psicología; asumirlo de esta manera sería la negación de lo dicho. Lo segundo es cuestión de énfasis: tal vez he sido demasiado optimista al mostrar esta experiencia y no he hablado de los obstáculos, los fracasos, las incomprensiones, pero también de los otros puntos de vista, las experiencias diversas, las mil maneras de cultivar una profesión que apenas tiene historia oficial. En otras regiones del planeta se ve y asume de maneras diferentes. Si he sido optimista en demasía, no me perdonen, porque no me disculpo. Estoy convencido que en los tiempos por venir esta profesión será más necesaria que nunca antes.

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