ABORDAJE DE LAS VIOLENCIAS DESDE LA PERSPECTIVA SISTÉMICA: CINCO REFLEXIONES
Fabiola Inés Arellano Jiménez
Instituto de Terapia Familiar Cencalli
Miguel Ángel Morales González
FES IZTACALA
Resumen
Se presentan cinco reflexiones en torno al trabajo de las violencias desde la psicoterapia sistémica, explorando algunas claves que pretenden colaborar en la práctica clínica. ¿Cuáles son los alcances y los límites de la psicoterapia sistémica en el abordaje de las violencias? ¿En qué radica la importancia de reconocerlos? ¿Qué implica admitir que los discursos de saber-poder son ante todo inherentes a la práctica clínica y en este sentido son el marco para problematizar los motivos de consulta? ¿Cuál es el impacto que nuestros discursos podrían tener sobre la vida de los consultantes? ¿Cómo esos discursos han transformado también nuestras vidas? ¿Es posible que los psicoterapeutas nos convirtamos en generadores de violencias, aún sin pretender hacerlo? ¿Cómo notar cuando así sucede? ¿Será importante que la práctica de la psicoterapia reconozca su posicionamiento político y su responsabilidad ética? ¿Cuáles son algunas de las implicaciones de la memoria y el olvido en los procesos psicoterapéuticos en los que las violencias aparecen? Se concluye que el abordaje psicoterapéutico de las violencias implica un constante proceso de reflexión y diálogo desde el cual se debe reconocer la influencia de los aspectos sociales, políticos y culturales en los que se desarrollan quienes participan en la clínica.
Palabras Clave: perspectiva sistémica, violencia, psicoterapia, ética, reflexión.
Abstract
From the systemic psychotherapy, five reflections on the work of violence are presented, exploring some keys that intend to collaborate in clinical practice. What are the scope and limits of systemic psychotherapy in the approach to violence? What is the importance of recognizing them? What does it mean to admit that knowledge-power discourses are primarily inherent in clinical practice and therefore are the framework for problematizing the reasons for consultation? What is the impact that our speeches could have on the lives of the consultants? How have those discourses also transformed our lives? Is it possible that psychotherapists become generators of violence, even without pretending to do so? How to notice when this happens? Is it important that the practice of psychotherapy recognize their political positioning and ethical responsibility? What are some of the implications of memory and forgetting in the psychotherapeutic processes in which violence appears? As a conclusion, addressing violence, and doing psychotherapy, involves a constant reflection that recognizes the influence of social, political, economic, cultural, and so on. When thinking about these categories, it is intended that the practice of systemic psychotherapy be critical.
Key words: systemic perspective, violence, psychotherapy, ethics, reflection.
Introducción
México transita por una de las peores crisis de violencias de las que se tenga memoria. Tanto en el nivel micro como en el macrosocial se expresan las contradicciones del sistema económico político neoliberal. Las cifras son por demás reveladoras. El clima de impunidad continúa en México. De acuerdo a un estudio de la Universidad de las Américas Puebla (2018), México es el cuarto país más impune a nivel global, con una calificación de 69.21 puntos. Por otro lado, de acuerdo a la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), levantada en 2003, 2006 y 2011, señala que 47% de las mujeres de 15 años y más, sufrió algún incidente de violencia por parte de su pareja durante su última relación, al mismo tiempo las violencias que viven las mujeres en el ámbito público, también es alarmante pues se reporta que 31.8% de las mujeres de 15 años y más, han sido víctimas de alguna agresión pública (desde insultos hasta violaciones).
Este es el contexto donde la violencia es una condición estructural en la que habitan individuos, familias y comunidades; su impacto en la salud mental es innegable. La psicoterapia como profesión que aborda de manera directa el proceso por el cual se constituye lo mental, tiene un gran compromiso sobre el tipo de metodologías que está generando para describir, explicar y en lo posible atenuar los impactos de dicho fenómeno. Con esta narrativa de fondo, no es de extrañarse que una alta probabilidad de los motivos de consulta sea una expresión de las violencias, haciéndose necesario que quienes construimos diálogos terapéuticos, reflexionemos sobre nuestra práctica desde una visión crítica que abone en la construcción de epistemologías situadas y ligadas con la experiencia de quienes viven violencias.
Objetivos
Consideramos que son muchos los ejes desde los que se puede reflexionar, pero particularmente estamos interesados en plantearnos los temas de los alcances y límites que tiene la psicoterapia sistémica para abordar las violencias, preguntarnos cómo en la psicoterapia se encuentran discursos de poder de los que (cuando menos) tendríamos que ser conscientes, pues reconociéndolos se vuelve posible evitar convertirnos en generadores de lo mismo que desafiamos. En este panorama, creemos necesario considerar la posición ética y política con la que contribuimos en la construcción de la memoria.
Marco conceptual
I. Alcances y límites de la psicoterapia sistémica
Todos participamos en la creación del tejido social, refugio y desamparo en el que nos enredamos entre nudos, vacíos y roturas. Todos nacemos en lo social, y algunos mueren luego de transitar los procesos judiciales que tienen su desenlace en la impunidad, otros por el estigma que muchas veces se les deposita a los familiares de personas desaparecidas por ser considerados peligrosos. ¿Cuáles son sus nombres? Parecen haberlos perdido, o no haberlos tenido nunca.
Aunque las violencias se pretendan dirigir hacia un individuo en particular, sus efectos desbordan las subjetividades, llegando a lo colectivo. Es ahí donde se crean roturas en el tejido social. Como bien lo apunta Segato (2006) los cuerpos de las mujeres víctimas de feminicidio mandan mensajes en diversos niveles sea para las receptoras directas de esta atrocidad, para sus familias o para los hombres que detentan el poder.
Resulta necesario reflexionar sobre lo que implica ser psicoterapeuta en México, sitio en el que la narrativa de las violencias nos atraviesa; basta con decir que más de la mitad de las mujeres en nuestro país, han experimentado alguna forma de violencia por su pareja; que ocupamos el primer lugar en abuso sexual infantil; que la precarización de las condiciones de las personas de la tercera edad, las hace vulnerables; que ocupamos el cuarto lugar en el índice de impunidad y un largo y vergonzante etcétera. En este contexto, en nada sorprende que tras los motivos de consulta, está encarnado el rostro de la violencia.
Al estudiar psicoterapia se nos enseñan diversas destrezas y modelos teóricos, con todo y sus técnicas y prejuicios, pero ¿dónde y cómo se aprende a lidiar con los momentos en los que se vulnera el derecho al acceso a la justicia para las víctimas y sus familiares?, ¿quién nos enseña a manejar el eco del dolor de una mujer que sigue las huellas de su hijo desaparecido?, ¿qué modelo psicoterapéutico resuelve la revictimización que enfrenta una familia que tras la muerte de su hijo recibe el tan sonado “seguro andaba en malos pasos”?, ¿a dónde debe acudir quien se presentó para denunciar abuso sexual y fue acosada en el Ministerio Público?, ¿qué respuesta le damos a quien le sugerimos acuda a presentar un denuncia por violencia y en las oficinas le dicen que no tiene tantas “marcas”como para tomarlo en serio?.
¿Hasta dónde los psicoterapeutas tendríamos que asumir la responsabilidad por subsanar la impunidad?, ¿seremos nosotros los que debamos dar la información de los pasos a seguir cuando las autoridades mexicanas no dan respuestas?, ¿quién debería responder ante el silencio de los servidores públicos?
Son las víctimas quienes suelen asumir la responsabilidad que a las autoridades les corresponde. “Si nadie busca a mi hijo, no me voy a quedar sentada esperando a que los abogados me llamen”. Somos los psicoterapeutas los que solemos acompañar en la búsqueda de todas las respuestas que se niegan a nacer en este contexto tan acostumbrado a vulnerar los derechos.
No le corresponde a la psicoterapia detener las violencias ejercidas por los diversos agentes sociales convertidos en aparatos represivos; ella no se encarga de suplir responsabilidades, pero sí de contribuir desde sus alcances a seguir creyendo que la justicia aún está por hacerse, manteniéndose sensible a las voces de quienes cansados continúan gritando y que parecen sobrevivir gracias a los actos de resistencia con los que siguen pensando que es posible la transformación de las experiencias que afectan al cuerpo social que es nuestro.
Si bien lo psicoterapéutico puede comenzar al interior de los consultorios, de ninguna manera termina ahí. ¿Por qué no pensar en una psicoterapia que construya intervenciones complejas, nutriéndose de otras disciplinas? Sugerirle a alguien que denuncie quizá tenga mejores efectos si conocemos la Ley General de Víctimas que tantos pasos llenos de rabia y de esperanza la hicieron posible. ¿Por qué no pensar que leer la Convención de los Derechos de los Niños nos permitiría señalar el maltrato infantil restituyendo a estos como sujetos de derecho?, ¿por qué no pensar que la ley que sanciona la desaparición forzada nos evita criminalizar y estigmatizar a quienes ya de por sí viven una terrible incertidumbre?, ¿cómo es que ejercemos desconociendo que las 72 horas posteriores a una agresión sexual son una urgencia médica? También tendríamos que saber que los feminicidios del campo algodonero, trajeron consigo la condena a un estado cómplice con su silencio. Tal vez un acto de honestidad que reconozca los límites de la psicoterapia, pueda desafiarlos y trascenderlos.
II. La psicoterapia como discurso de poder
Al hacer psicoterapia en contextos relacionales caracterizados por las violencias, se vuelve necesario el constante cuestionamiento de nuestro ejercicio del poder, no solo con respecto a quienes pueden ser identificados como generadores de violencias sino también con respecto a las víctimas.
Siguiendo a Foucault, todo ejercicio de poder genera un saber y todo saber proviene de un poder, (ambos conceptos unidos de manera inextricable en una relación dialéctica en la que se afirman mutuamente). En este sentido, admitir que es necesario el cuestionamiento de nuestro ejercicio de poder, también implica reconocer que nuestros saberes tienen efectos en la vida de las personas, a través de los cuales se crean discursos normativos (Foucault, 1967). Desde esta concepción, todo paradigma desde el que se ejerce la psicoterapia, es un discurso de verdad, que podría convertirse en un acto de sujeción (Pakman, 2011).
Las personas y familias víctimas de las violencias, acuden a los espacios psicoterapéuticos en busca de ayuda, pues las más de las veces han sido rebasadas en su capacidad de afrontar los efectos que estas han dejado en sus subjetividades, siendo caracterizado su arribo al ámbito clínico por la vulnerabilidad y el riesgo (Echeburúa, 2004).
Es ahí en donde todos los que ejercemos la psicoterapia, tenemos la responsabilidad de reflexionar sobre los usos que le damos a nuestro saber-poder pues existe un potencial riesgo de reproducir las relaciones abusivas a las que las personas han estado expuestas. Por mucho que nos resulte inaudito, podría suceder un reemplazo: enfrentar la tiranía de un sistema que violenta por la tiranía del saber-poder de una psicoterapia sin capacidad crítica. Desafortunadamente es común que los psicoterapeutas que desatienden la reflexión sobre su propia práctica, terminan avasallando en sus decisiones a los consultantes; en el afán de ayudarlos, se apropian de las experiencias de las víctimas, asumiendo que como profesionales son los que poseen las respuestas “correctas”.
Por lo anterior, es necesario que todos los que intervenimos ante las violencias, nos cuestionemos sobre nuestra propia práctica, pues como lo señala Martín-Baró (2006) los marcos epistemológicos desde los cuales se piensa la salud mental, son saberes que no son neutros. Cuestionar nuestro saber-poder como psicoterapeutas, no es renunciar a él –cosa que además resulta imposible–. La apuesta es llevarlo a la reflexión, donde más allá de la simple retórica, significa preguntarnos constantemente a quién “sirve” nuestra participación y qué capacidad tienen las víctimas de resistirse u oponerse a ese saber-poder.
Pensamos que es necesario continuar creando espacios psicoterapéuticos que propicien la participación de todos los que en ella estamos, (incorporando incluso el silencio y la incertidumbre) para darle cabida a la aparición de diversos saberes, abandonando el refugio que nos regalan las teorías psicológicas llevadas al pie de la letra, ya que nos distancian de aquellas vidas que sin necesitar traducciones de “expertos”, pueden hablar y entender su dolor.
Cuidado con la posible aparición del intransigente propósito de salvar las subjetividades de las víctimas, podríamos estar convirtiéndolas en objetos revictimizados. Un psicoterapeuta al reflexionar sobre su relación como instrumento y sujeto de poder, lleva su responsabilidad a sus últimas consecuencias (Boscolo. y Bertrando, S/F).
III. Generadores de violencias: hermanos, psicoterapeutas, compañeros
La complejidad no es un lío inútil. Podemos hacer más que una psicoterapia programática que omite los nombres de las personas; detenernos a reconocer(nos) en los rostros de aquellos a quienes vemos por vez primera; derribar los escritorios que podrían ser usados como si se trataran de trincheras que prometen mantenernos en la distancia suficiente, para sentirnos a salvo de ser tocados por las historias.
No estamos en paz. ¿Cómo podríamos quedarnos en calma, pretendiendo seguir al pie de la letra las sugerencias de los manuales descarnados del contexto que habitamos (y que nos habita)? Por fortuna otros ya han comenzado el trabajo, al proponer teorías, perspectivas y conceptos, que no solo intentan explicar las violencias, sino también desafiarlas; pero aún queda mucho por escribir.
Ejercer una profesión en consultorios pertenecientes a ámbitos privados y públicos como si se trataran de burbujas impermeables a lo cultural e ignorantes de lo político, no es la respuesta.
Para Sicilia (en Chandelle, A. & Remacle, P., 2017) este país es una fosa común sobre la que caminamos. Saberlo tendría que ser suficiente para mantenernos en una postura que alejada de la ingenuidad, luche por hacerle frente a lo que espera una comunidad que está herida y que a menudo desconfía hasta de la manera en la que se ejerce la psicoterapia.
¿Estamos preparados para mantener los ojos abiertos ante las experiencias violentas que dan testimonio de heridas abiertas, quemaduras que aunque previas parecen continuar creciendo? Aunque quizá jamás lo estemos, resulta necesario evitar el refugio que nos regalan nuestros párpados cerrados. Equivaldría a escondernos bajo las sábanas convenciéndonos que estamos protegidos del monstruo que entró a la habituación. Peor aún, podríamos pensar que es imposible que el monstruo al que tanto tememos, quizá sea el mismo que se cubre bajo las sábanas.
Con todo y rabia, es importante admitir que existe la posibilidad de colaborar en el agrandamiento de la laceración, instalando nuevas heridas sobre la quemadura previa con la que suelen llegar quienes han sido víctimas de violencias. Basta con mantenernos incrédulos de los relatos, invisibilizar la responsabilidad de quienes han generado violencias (familiares, servidores públicos, vecinos, abogados, desconocidos, psicoterapeutas, y un largo etcétera), abordar las violencias como si no se trataran de delitos, obligar a que se ponga en palabras el sufrimiento en su completud, o jugar a ser salvadores sobreprotectores e invasivos de historias que no son nuestras. Es posible que el camino para elaborar intervenciones que promuevan cambios significativos, sea el de considerar que las violencias también nos habitan, reconociendo nuestra participación en este espectáculo incluso desde la cómplice omisión.
Hermanos, psicoterapeutas, compañeros, miremos nuestras propias huellas, cuidemos nuestros posicionamientos, no convertirnos en generadores de violencias parece obvio, pero trabajar siendo testigos desde ese lugar tan parecido a un rincón incómodo en el que somos directivos luchando por no convertirnos en coercitivos, significa siempre estar en esa cuerda floja de la que podríamos caer al pretender apresurarnos o al intentar quedarnos quietos. Recordemos que las violencias pueden aparecer también en el espacio terapéutico. No hay garantías.
IV. Ética y política en la psicoterapia
Esta reflexión se puede resumir en la sentencia que hace Walters y cols. (1991) quienes consideran a la terapia como un acto político que no puede estar separado de los aspectos sociales en los cuales psicoterapeutas y consultantes, participamos.
Pensamos lo político o más específicamente, lo micropolítico –como lo señala Pakman (2011)– no en el sentido de los procesos y los productos creados por los sistemas propios del Estado (partidos, poderes, etcétera), sino por la posibilidad de entender los asuntos individuales como problemas que en tanto son de interés común, deben ser elaborados colectivamente y al mismo tiempo reconociendo que la terapia con sus guiones participa en delinear los problemas de la sociedad; como por ejemplo, cuando en las instancias de atención a la salud mental de los aparatos de justicia, se promueve iniciar proceso de duelo en las madres que desde el dolor, caminan en búsqueda de sus hijos e hijas.
Todo problema que llega a consulta de manera implícita demanda del proceso psicoterapéutico un posicionamiento político desde el cual se delinea el fenómeno. Por ejemplo, una mujer que plantea como motivo de consulta los “sentimientos de culpabilidad” que le devienen de “abandonar” la crianza de sus hijos por salir a trabajar, pone como tema central aquella noción de maternidad que estigmatiza a las mujeres que salen al espacio público, evidenciando también las condiciones de desigualdad en que hombres y mujeres suelen participar en el ámbito laboral.
A riesgo de entrar al ámbito de consejería, proponemos que la psicoterapia con y para víctimas de las violencias debe construirse desde un diálogo en múltiples niveles que van desde lo político a lo individual. Aún sin notarlo o proponérnoslo, todos asumimos posturas políticas; pero al ser psicoterapeutas, el nivel de responsabilidad es cualitativamente diferente a otros agentes sociales, por el hecho de ejercer un saber-poder que el sistema social nos concede como “expertos” en relaciones humanas, específicamente en el campo de la salud mental.
La violencia estructural que viven las personas y donde se circunscriben sus problemas, es un escenario donde se impulsa la definición de quienes ejercemos la psicoterapia en torno a la forma en que pensamos y nos desenvolvemos. Por ejemplo, ante cada intervención terapéutica siempre quedará abierta la pregunta si esta promueve una perspectiva de género que incluya la experiencia de hombres y mujeres en un marco de igualdad o si por el contrario reafirma los roles diferenciados sobre los que se discrimina a las mujeres. Este desafío que es lanzado a nosotros los psicoterapeutas es en esencia un desafío político (Tarragona, 1990).
Las violencias, al ser de una magnitud extraordinaria no solo se convierten en problemas que son de interés social-colectivo, sino que muchas veces conllevan dilemas éticos. No sorprende que en ocasiones las intervenciones se generan bajo encrucijadas; basta recordar la resistencia de un psicoterapeuta a brindar tratamiento contra la depresión a la madre de un desaparecido, a sabiendas que la existencia de aquella intensa tristeza, podría tener la función de brindar la fuerza necesaria para rastrear los pasos del hijo arrebatado.
Pensar que para resolver los dilemas éticos, basta con consultar los lineamientos formales a los cuales nos solemos adherir en función de nuestra práctica profesional –como son las leyes y los códigos éticos– es pecar de ingenuidad. Para quienes trabajamos teniendo tan de cerca situaciones en las que aparecen violencias, resulta necesario contar con un conocimiento muy detallado de las normas y códigos que pretenden regular nuestra actuación, y además, saber que nos corresponde colaborar desde las situaciones concretas y singulares en las que están colocadas las víctimas, para lograr esbozar los efectos en la vida de las personas y a su vez, contribuir con conocimientos que retroalimenten los códigos formales, pues las violencias son de una complejidad tal, que los marcos para desafiarlas no podrían estar terminados.
Otro de los elementos a considerar ante de los dilemas éticos, tiene que ver con nuestros intereses, que perteneciendo al terreno de lo no dichose filtran en las intervenciones; en lugar de pretender omitir o controlar tales subjetividades, la apuesta consiste en incorporarlas al territorio de la discusión, someterlas al cuestionamiento y luchar por abandonar las posibles agendas ocultas (Bertrando, 2011).
Como lo señala González (1989) posicionarnos éticamente es un ejercicio de libertad (aún desde sus limitados alcances), en el que quienes somos convocados, respondemos a sabiendas de la incertidumbre que implica no saber con precisión cuáles serán las consecuencias de las decisiones por las que optamos.
¿Una mujer “debería” aceptar o rechazar un tratamiento?, ¿una esposa “tendría” que denunciar o silenciar la violencia sexual que ha vivido en su relación conyugal?, ¿un psicoterapeuta “debería” aceptar o negar el empleo de las categorías psicopatológicas en los casos de víctimas de violencia extrema, útiles para la institución pero que podrían estigmatizar y reducir un diagnóstico que suele resultar “genérico”? Todos los dilemas al final dicen algo sobre la libertad personal y colectiva.
V. La memoria y el olvido
La memoria es un proceso emergente propio de la evolución de la consciencia humana que se asocia con el recuerdo, es decir, con la capacidad de organizar una determinada información para luego dotarla de sentido. Una parte importante de los procesos psicoterapéuticos –aún aquellos que se concentran en trabajar el aquí y ahora– es abonar en dar sentido a la experiencia pasada tanto de las ideas y pensamientos como de las emociones que surgen como resultado de estar vivos.
Aunque duela admitirlo, las violencias como experiencias extraordinarias –en la mayoría de los casos– marcan un antes y un después. Como muestra tenemos lo que una mujer decía al recordar que el día de su graduación fue el mismo en el que fue agredida sexualmente: “jamás volveré a ser la misma… siempre será el día más feliz y el más horrible en mi vida”.
La memoria se ha de constituir –querámoslo o no– sobre la base de lo traumático. La pregunta es cómo se estructura este proceso y qué producto se obtiene, ante la violencia extrema. Las víctimas se mueven en un eje donde en un extremo se encuentra la necesidad de olvidar y por el otro el recuerdocasi frenético de lo que ha producido un dolor. Quizá en psicoterapia hemos invisibilizado lo que Todorov (1995) señala al hablar de la morfología de la memoria: “...hay que recordar algo evidente: que la memoria no se opone en absoluto al olvido… la memoria es, en todo momento y necesariamente, una interacción entre ambos”.
La psicoterapia es uno de los agentes que colabora en dicho proceso de la memoria y el olvido. Algunas víctimas de violencias extremas, comentan que consideran pertinente recordar para que nunca les vuelva a pasar, pero otras creen que es necesario olvidar para poder continuar. Ambas posibilidades son legítimas, pero de ninguna manera únicas. Quizá la construcción de la memoria también implique el olvido. Creemos que una psicoterapia crítica puede –y debe– contribuir a que las víctimas procesen de modos singulares sus experiencias, buscando posibles actos reparadores que nutran lo que está por vivirse, conservando la esperanza de que aún es posible que suceda “aquello que tuvo en el pasado ‘la potencia de haber sido’” Braunstein (2012, pp.21).
Conclusiones
Es necesario que quienes participamos como co-creadores de realidades psicoterapéuticas, reconozcamos no solo los alcances que tienen nuestras metodologías, ya que las violencias por definición implican dinamismo y complejidad y por ende también eso nos demanda llevar nuestros marcos epistemológicos a un punto crítico donde pueden y deben ser transformados
Al mismo tiempo es necesario hablar sin medias tintas sobre el hecho que la psicoterapia sistémica como discurso de poder, define e incluso puede imponer categorías fenomenológicas que dejan a las personas fuera de ellas. Cabe entonces preguntarnos, ante el diseño y operación de nuestras intervenciones psicoterapéuticas, si estas desafían las condiciones de abuso de poder o por el contrario, reducen a las víctimas a objetos pasivos que deben ser “rescatados”.
Sin duda este reconocimiento de ejercicio de poder, de quienes hacemos psicoterapia también implica considerar que bordeamos el peligro de convertirnos en aquello que criticamos, pues en el afán de buscar “hacer lo correcto” nos podríamos hacer isomórficos con respecto a las violencias y así erosionar la capacidad de resistir de las víctimas.
La psicoterapia es un mecanismo político y ético donde se convalidan realidades. No se trata de convertir en públicas las conversaciones íntimas, sino (y en eso queremos ser enfáticos) de que así como las violencias tienen la capacidad de desestructurar los vínculos, los cambios que comienzan en la intimidad de los consultorios, también tendrían que desbordarse hacia el exterior. Quizá de esta manera la psicoterapia pueda abonar en la construcción de una memoria individual y colectiva que resista ante las violencias y que sobre todo sirva de asidero para poder continuar a pesar de todo.
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