APRENDER (PSICOLOGÍA EN EL SIGLO XXI). SOBRE LA NECESIDAD DE MAXIMIZAR EL PROTAGONISMO EPISTÉMICO DE LOS APRENDIENTES1
Horacio R. Maldonado
Universidad Nacional de Córdoba. Argentina
Resumen
En este trabajo se plantea que, un aspecto clave para mejorar en diversos sentidos los procesos educativos en general y la formación del psicólogo en particular, pasa por maximizar el protagonismo epistémico de los estudiantes. Se pone en evidencia como, desde sus mismos orígenes, el sistema educativo dominante en occidente durante los últimos cuatrocientos años ha funcionado atento a la siguiente fórmula: otorgando un máximo protagonismo a los enseñantes y concediendo un mínimo protagonismo a los aprendientes. Se intenta evidenciar, a partir de un cierto recorrido histórico, que se caracteriza por rescatar algunas ideas y voces de formidables pensadores, que son razones de tipo políticas antes que pedagógicas las que han determinado tal estado de cosas, por lo que, más allá de las innovaciones metodológicas y procedimentales imprescindibles, se requiere variar el paradigma fundacional para que otra educación resulte posible.
Palabras claves: aprendizaje; protagonismo epistémico; aprendientes
Abstract
In this work it is stated that, a key aspect to improve in different ways the educational processes in general and the training of the psychologist in particular, is to maximize the epistemic protagonism of the students. It is evident how, from its very origins, the system the dominant educational system in the West during the last four hundred years has worked attentively to the following formula: granting maximum prominence to the teachers and granting a minimal role to the students. We try to show, from a certain historical trajectory, that it is characterized by rescuing some ideas and voices of formidable thinkers, which are political rather than pedagogical reasons that have determined such a state of affairs, so that, beyond the essential methodological and procedural innovations, it is required to vary the foundational paradigm so that another education is possible.
Keywords: Learning; Epistemic prominence; learners
Quizá la principal idea que ponemos a consideración en este trabajo merece una advertencia. La posición desde la cual se formula no es otra que la de un enseñante profesional quien hace más de un cuarto de siglo cultiva, con pasión y afán, la enseñanza de la psicología a nivel universitario. Alguien que entiende que esta actividad resulta crítica para el progreso académico y el bienestar ciudadano, más allá de abrigar la certidumbre de que en estos tiempos resulta indispensable debatirla y transformarla incesantemente, como no ha ocurrido en el pasado.
La idea en cuestión podría ser desagregada en varias interrogantes interesantes. Por ejemplo: ¿Cómo maximizar el protagonismo epistémico de los estudiantes? Esta pregunta nos conduciría a meritorias reflexiones sobre aspectos metodológicos o didácticos.
Sin embargo, de inmediato se nos impone otro interrogante que suponemos más trascendental: ¿Por qué maximizar el protagonismo y la autonomía intelectual de los aprendientes?
Una respuesta inaugural a esta cuestión, correlativa a cierta presunción diagnóstica, podría ser: porque los sistemas educativos tradicionales y sus variantes revelan complicaciones diversas y crecientes; porque los resultados o logros académicos son juzgados por muchos expertos como muy poco satisfactorios; porque cada vez son más grandes los contingentes de estudiantes que manifiestan rechazo o apatía ante las modalidades más o menos ortodoxas que despliegan hoy por hoy los profesores.
No obstante, si nos situamos en coordenadas más optimistas, parece conveniente favorecer el protagonismo de los estudiantes porque mejora el interés por aprender y correlativamente, la calidad de los aprendizajes; porque les posibilita el desarrollo de estructuras psíquicas más complejas, ventajosas para afrontar problemas de manera creativa y eficaz; y les permite incrementar su autoestima y bienestar personal, lo que tiende a potenciar su condición de ciudadano activo, sensible y comprometido socialmente.
Desde Comenius, los sistemas educativos se organizaron en base a un máximo protagonismo de los docentes y un mínimo protagonismo de los estudiantes. Efectos negativos de todo orden son producto de tal organización, básicamente en función de los excesos y distorsiones que se fueron originando con el correr de los años y se visualizan con nitidez a fines del siglo xx y a inicios del xxi.
En posición contraria a tales idearios, albergamos la convicción de que los aprendizajes más elaborados, valiosos y avanzados que alguien puede conquistar, son aquellos que se obtienen experimentando y desplegando la mayor actividad epistémica posible. De allí que, desde hace varios años, proponemos a los estudiantes que asisten a nuestros cursos (pregrado y postgrado), un ejercicio elemental destinado a pensar la educación y los aprendizajes de otra manera. Les solicitamos que inviertan esa tradicional ecuación conocida como: proceso de enseñanza/aprendizaje, a fin de que quede formulada como: proceso de aprendizaje/enseñanza.
En principio, esta inocua rotación tiene la potestad, si se la deconstruye, de evidenciar efectos inesperados, como asimismo sorprendentes corolarios para la educación en general y para la formación de los psicólogos en particular. Eventualmente permitiría conjeturar la emergencia de una suerte de revolución copernicana; de toda una rebelión conceptual, pero fundamental, de una insubordinación ideológica que interpelaría ese orden dominante y hegemónico que en el mundo educativo reina desde hace varios siglos. Orden del cual las universidades y la formación de psicólogos no están exentas.
Un orden originado en la modernidad, en Europa central en particular, el cual luego fue expandiéndose por diferentes geografías del planeta con mayores o menores variaciones. Si bien es cierto que este estado de cosas ha recibido múltiples objeciones y críticas severas, aún mantiene en el siglo xxi gran parte de su fortaleza y su poder colonizador.
La inversión puede traer aparejada numerosas posibilidades y la configuración de neo roles que habrá que ir elucidar, ejercitar y ajustar laboriosamente durante un tiempo difícil de mensurar. Por lo pronto, es posible sugerir consecuencias políticas, institucionales, epistemológicas, psicológicas y pedagógicas, por no abundar.
Tenemos sí la seguridad que al invertir la ecuación, el sujeto que aprende pasaría a ocupar una posición cuasi inédita en la historia de la educación; una posición decididamente activa, negada y restringida por años, pero quizá factible en estas coordenadas socio históricas que se corresponden con la era de los ordenadores, de internet y de los tutoriales.
Si se conforma una nueva relación docente-alumno, este último podría situarse en una instancia idónea para lograr una relativa autonomía intelectual; para vislumbrar una cierta y fructífera soberanía epistémica. Se aproximaría al lugar de productor de conocimientos y por ende, tomaría distancia del rol de mero consumidor o reproductor de ese tipo de objetos.
En consecuencia, y procurando no caer en un optimismo extravagante, el estudiante se acercaría a una siempre relativa emancipación intelectual, al tiempo también se democratizaría el vínculo que establece con los docentes y correlativamente es dable de hipotetizar un progreso en la calidad de los productos que de esa relación surjan.
Por cierto que cuando requerimos mayor protagonismo para los estudiantes en la apropiación/creación/construcción de conocimientos, no aludimos a nada nuevo, ni postulamos ideas originales. En el devenir de la civilización resulta viable reconocer las voces de pensadores disímiles como Sócrates, Lao Tse, Jacotot, Dewey, Montessori, Claparede, Freire, Sábato, Bauman, Freinet, Illich, Piaget, Papert, entre otros tantos, quienes, en todos los tiempos, han causado agitación en los claustros inertes y han imaginado que otra educación es posible y cardinalmente necesaria.
No se trata, reiteramos, de alguna proposición novedosa o inédita. Varias de estas ideas han surgido, en especial, durante los siglos xix y xx, con nominaciones diversas: escuela nueva, escuela activa, nueva educación, pedagogía crítica, etcétera. Posturas opuestas a la educación tradicional, a la que acusan de formal, autoritaria, competitiva, y también, de fomentar la memorización y pasividad de los estudiantes, estipulando contenidos no significativos y ajenos a sus intereses y a las necesidades sociales.
Estas alternativas renovadoras postulan paradigmas con rasgos inversos: plantean una educación activa, práctica, vital, participativa, democrática, colaborativa, motivadora. Como indicamos, nada de insólito tiene lo que estamos proponiendo, lo que si llama poderosamente nuestra atención, lo sibilino aquí radica en la pertinaz negación que ha sufrido y sufre el protagonismo que pretendemos para los estudiantes. Veremos si es factible desentrañar algunas de sus causas principales.
Por lo pronto, toca reiterar que la fórmula enseñanza/aprendizaje que venimos interpelando, ha conseguido mantener una supremacía contundente en las praxis educacionales desde hace varios siglos.
Con esa fórmula clave, es posible ingresar a ese mundo de este mundo que es el sistema educativo. El cual, como ya dijimos, comienza a irrumpir a partir de ese orden mundial que surge en la modernidad como concomitante a la revolución industrial. Ese sistema general y heterogéneo viene, con mayores o menores modificaciones, metamorfoseándose hasta esta fría mañana de junio del 2016.
Ahora bien, cuando nos toca emplazar un comienzo, sin titubear podemos indicar que con Jan Amós Komensky (Comenius, en latín) comenzó todo. Si viajamos al pasado, logramos advertir que ese teólogo perseguido; sagaz filósofo y pedagogo visionario, nacido en 1592 en Moravia (actual Republica Checa), llamado con justicia el “padre de la didáctica”, fue quién, asombrosamente vislumbró, anticipó y compiló el perfil genérico que tendría la educación en occidente en los siguientes casi cuatrocientos años.
Sus ideas y convicciones, como ocurre a menudo con los innovadores y los adelantados, fueron motivos inválidos para condenarlo al acoso y al exilio. Tuvo que recalar en Polonia y por más de cuarenta años se vio impedido de regresar a su país natal. Durante algún tiempo ejerció la docencia en el Gimnasio de Leszno y experimentó el deplorable estado de la educación de ese momento. Conoció las formas rigurosas y crueles de tratar a los estudiantes, las clases exclusivamente habladas, la enseñanza elitista y basada en dogmas irrefutables. Todo lo cual, motivó en él la necesidad de producir una reforma educativa y se lanzó esforzadamente a delinearla.
En la casi docena de años que trabajó en su Didáctica Magna (1632, primera edición en checo)estableció las proto reglas de la enseñanza. Radican allí, en esa obra colosal, algunas de las claves por entender lo que después sucedió, lo que sigue ocurriendo aún.
La Didáctica Magna constituye una precisa y minuciosa cartografía para quienes optan por la profesión de enseñar. Los enseñantes pueden allí encontrar las bases de una educación deseable; pueden detectar incluso propuestas útiles para neutralizar problemáticas actuales que los preocupan y ocupan en su cotidianidad laboral.
Uno de los asuntos más intrigantes para quien recorre las páginas de la Didáctica, es por qué tantas ideas brillantes se han mantenido latente a través de los siglos. Por qué algunas de esas ideas llegaron a germinar tan despaciosamente o se mantienen aún en estado recesivo. Como al pasar, diremos que esta es una cuestión nodal que nos motiva a investigar al respecto desde hace años, siempre sopesando, si se trata de una cuestión de tiempos indispensables y necesarios o de una condición intrínseca a la naturaleza de dichas ideas.
En tan antiquísima época se le ocurrió diseñar un programa para hacer amena la educación y lo llamó pansofía. Esto de promover la amenidad, el placer y el bienestar en el acto de conocer como una suerte de antídoto al rigor, a la violencia pedagógica, a la obediencia debida y absurda, es lo que por tantos años hemos recomendado con vehemencia y seguiremos haciendo. En términos psicoanalíticos, ya en esos períodos lejanos tuvo a bien reclamar más eros y menos tánatos en los espacios educacionales.
Postuló además un sistema de enseñanza progresivo del que todo el mundo pudiese disfrutar (este concepto de aprender con placer, desoído por generaciones de enseñantes, incluso hasta muy avanzado el siglo xx, será central en su proposición). Planteó también que la educación no debería focalizarse en la adolescencia sino abarcar toda la vida del individuo. Asimismo propuso instrucción ética, estética, corporal; una genuina educación integral.
Como indica Rabecq (1957), Comenius pensaba que el hombre es perfectible indefinidamente y, en consecuencia, la educación conforma una vía regia para su desarrollo. Aseguraba que quien desease acceder al alma (sic) de sus discípulos y ganar su confianza tenía una alternativa: el amor (esto resulta de sumomente interés, más allá que desconocemos la significación precisa que le daba a este vocablo).
Un hombre de las llamadas ciencias duras nos sorprende con una afirmación coincidente: “el amor es un mejor maestro que el deber”. Toda una declaración de Albert Einstein. Nosotros solemos aseverar que hay dos motivaciones básicas para aprender: el amor y el temor. El amor sin dudas es el mejor nutriente, pero lamentablemente, el temor es la forma más habitual y práctica, lo cual siempre es un verdadero problema.
La educación, sostenía Comenius, debe comenzar desde la más temprana infancia (infancia es destino, sostendría S. Freud varios siglos después) y “la juventud es la edad en que el hombre es más apto para formarse a sí mismo”. Evidencia aquí una gran confianza en la autonomía del aprendiente; sin embargo, esta posición que ahora procuramos vindicar, fue/es desacreditada en innumerables discursos y praxis.
Corresponde reconocerle asimismo una agudeza proverbial para detectar aquello que resulta superlativo para un aprendiente. Sugería, a fin de desarrollar a un tiempo la inteligencia y la sensibilidad, la toma de contacto con el mundo real. De esta manera interpelaba el verbalismo vacío o las clases magistrales que hasta entonces se veneraban en las escuelas. En los umbrales del siglo xxi ese tipo de clases mantienen aún una extraordinaria vigencia y ello es otro serio problema.
Sin dudas Comenius tuvo iniciativas encomiables en diferentes planos. Una de esas fue buscar y encontrar un método “que permita a los maestros enseñar menos y a los alumnos aprender más”. De esta manera esbozaba la aplicación de una pedagogía activa. Trescientos años después, Piaget y otros, serían increpados o desconsiderados en razón de que sus investigaciones proporcionaban sustentos para edificar una pedagogía de ese cuño.
Sostenía, y legiones de maestros y profesores no han tomado aún debida nota, que los alumnos deben indagar, descubrir, discutir. Al maestro le cabe observar y guiar sus investigaciones. Y remataba su propuesta con una interrogante crucial: ¿por qué no abrir, en lugar de libros muertos, el libro viviente del mundo cuyo estudio nos ofrece más placer y provecho que persona alguna podrá brindarnos?
Comenius proyectó toda una doctrina de la organización escolar. Edificó la unidad plena y efectiva de un sistema educativo en que toda la juventud queda confiada a una sola y misma escuela obligatoria y gratuita. Esto no solo para los alumnos varones y para las mujeres, sino también para los deficientes y los anormales (sic). Postuló un espacio para todos, universalidad de métodos activos e intuitivos. Y como si esto fuera poco, entendió que para poder educar hay que “emplear medios pacíficos, jamás violentos”. Sorprendente.
Por cierto no todas las propuestas de Comenius estaban cargadas de talento. Si bien fue un total adelantado para su tiempo y tiempos por venir, también aportó cuestiones hoy discutibles. Por ejemplo, el docente fue ubicado (y decididamente se suele ubicar) en el lugar del saber (lugar rígido, estático, inamovible, pleno de luz encandilante). En ese sentido conviene recordar una de sus enseñanzas: “el maestro se colocará al frente de la clase sobre un estrado elevado y mirará a los alumnos, exigiendo que ellos fijen su mirada sobre la suya. Permanecerá en su silla, desde donde será visto y oído por todos y como un sol esparcirá sus rayos, mientras los alumnos, con los oídos y el espíritu dirigidos hacia él, tomarán todo lo que él exponga por la palabra, por el gesto y por el dibujo”.
El alumno, ese oscuro partenaire, debe ocupar el lugar de la ignorancia, a lo sumo, el lugar de un incierto depositario del saber ajeno. Se cristaliza entonces una asimetría prácticamente irreversible que encierra al estudiante en un dispositivo espacial, topológico, corpóreo y también epistemológico. Las desobediencias tienen múltiples epítetos: inadaptado, atípico, inmaduro, asocial, etcétera.
Nuestras objeciones están vinculadas asimismo al determinismo y monismo metodológico. ¿Por qué privilegiar al método deductivo? nos preguntamos, y ¿por qué no suscribir al pluralismo metodológico para abordar realidades complejas y multidimensionales? La opción del monismo, quizá progresista para la época, traerá como consecuencia la rigidez y uniformidad del sistema y obstaculizará tanto la creatividad del enseñante como la del aprendiente hasta casi finales del siglo xx (y más allá incluso).
Por cierto, bastante agua ha corrido bajo el puente desde entonces. Inmenso desinterés (deliberado o no) ha recogido la obra maravillosa del pensador checo y, el desconocimiento u omisión de su trabajo, ha provocado buena parte de los trastornos que se verifican en el sistema educativo en el presente.
Uno de tales es la pasividad de los estudiantes en el proceso de apropiación del conocimiento formal. Ello, como hemos indicado, erosiona la creatividad y la soberanía intelectual del aprendiente y por supuesto, malogra los productos resultantes.
Importantes pensadores han impugnado, con escasa suerte, tal estado de cosas. El sistema de la invariancia y de lo instituido resulta compacto y neutraliza/repele/congela las innovaciones, los instituyentes. Además, ignora o maltrata a los voceros del cambio y de las buenas nuevas.
Repasemos algunas de esas voces, anticipando que tomaremos de esos aportes formidables, solo algunos fragmentos, en especial aquellos que según nuestra perspectiva tienen un alto potencial heurístico.
Un precursor de las vanguardias educacionales no fue un educador sino un novelista ruso. León Tolstoi (1828-1910) inauguró en su finca, en el año 1859, una escuela para los hijos de sus campesinos basada en el siguiente principio: “mientras menor sea la constricción requerida para que los niños aprendan, mejor será el método”. Este anarquismo pedagógico, como se le llamó despectivamente, más que en la confianza de la expansión libre de las potencialidades del alma infantil, se basaba en la desconfianza más absoluta hacia la “pedantería autoritaria” de los adultos: “dejen que los niños decidan por sí solos lo que les conviene”. Lo que este escritor formula como pedantería autoritaria constituye un material muy interesante para dilucidar, si nos empeñamos en perfilar roles docentes que favorezcan la autonomía epistémica de los estudiantes.
Otro hombre de las letras que incursionó en la ciencia, Ernesto Sábato(1911-2011) aporta lo suyo (y no es poco), en eso de reivindicar el protagonismo de los estudiantes. Su clarividencia en asuntos educativos es propia de esos escritores imprescindibles. Recordemos algunas de sus ideas concentradas en un apartado de Apologías y rechazos (1979):“el ser humano aprende en la medida en que participa en el descubrimiento y la invención”. Su pensamiento aquíes demasiado cercano al de Piaget, al de Papert y también al de AlbertEinstein, cuando señala: “el verdadero signo de la inteligencia no es el conocimiento, sino la imaginación”, o cuando advertía: “la lógica te llevará desde A hasta B. La imaginación te llevará a todas partes”.
Nos parecen estupendas todas estas visiones, por lo que anhelamos no susciten ni malestar ni espanto. Tal vez solo resulten formas intrépidas o incluso mordaces, destinadas a lidiar con los dogmas que pululan en espacios como el de la ciencia o el de la educación, espacios que decididamente deberían renunciar a cualquier forma de dogmatismo o pensamiento único.
Sábato reconoce el valor de la experimentación. Por ello enfatiza que el aprendiente “debe tener libertad para opinar, para equivocarse, para rectificarse, para ensayar métodos y caminos, para explorar”. Aquí también coincide con esa advertencia de A. Einstein que reza: “una persona que nunca cometió un error es porque nunca intentó algo nuevo”. Veremos en breve la confluencia que estos pensamientos tienen con las ideas de ese sabio chino que fue Lao Tse.
Seguidamente, el premio Cervantes de literatura manifiesta:“de otra manera, a lo más, haremos eruditos y en el peor de los casos ratas de biblioteca y loros repetidores de libros santificados”,aquí se puede verificar la concomitancia con aquella crítica de Comenius a los “libros muertos”.
Y este autor de libros no duda en sostener la ambivalencia que estos pueden generar: “el libro es una magnífica ayuda, cuando no se convierte en un estorbo. Si Galileo se hubiese limitado a repetir los textos aristotélicos (como uno de esos muchachos que ciertos profesores consideran ‘buenos alumnos’), no habría averiguado que el maestro se equivocaba sobre la caída de los cuerpos. Y esto que digo para los libros también vale para el maestro, que es bueno cuando no es un obstáculo; lo que parece una broma pero es una de las calamidades más frecuentes”.Tanto un maestro como un libro, los dos portadores de conocimiento por excelencia en la modernidad, suelen constituir una ruta maravillosa para aprender, pero también pueden convertirse en un rotundo obstáculo epistemológico.
La agudeza y profundidad de sus observaciones en relación al tema que estamos presentando, torna indispensable compartir otra de sus afirmaciones: “en el sentido etimológico, educar significa desarrollar, llevar hacia fuera lo que aún está en germen, realizar lo que solo existe en potencia. Esta labor de partero del maestro muy raramente se lleva a cabo, y tal vez es el centro de todos los males de cualquier sistema educativo”.Cuando subraya la labor de partero, sin dudas lo hace para metaforizar toda una interesante metodología de trabajo docente; un espíritu inquieto puede inferir aquí una serie de indicios para perfilar un neo rol docente. La praxis socrática estaría en condiciones de conformar una buena enseñanza para los enseñantes del siglo xxi. Si no basta, podemos dejarnos aconsejar por ese físico genial que fue Einstein: “el arte supremo del maestro es despertar la alegría en la expresión creativa y el conocimiento”.
Y en el horizonte de los griegos, cita a otro de los grandes hombres de esa época de oro en occidente, quien subraya el valor heurístico del asombro: “Platón pone al asombro como fuente de la filosofía, es decir del conocimiento. Y debería ser por lo tanto la base de toda educación. Parecería que el asombro no debe ser suscitado, pues surge ante lo desconocido. ¿Y qué más desconocido que el universo, que la realidad, para alguien que comienza?”
Más adelante propone al enseñante: “hay que ayudar al discípulo a plantearse los interrogantes. Hay que enseñarle a saber que no sabe, y que en general no sabemos, para prepararlo no solo para la investigación y la ciencia, sino para sabiduría”. Y otra vez escuchamos a Albert Einstein decir lo suyo: “plantear nuevas preguntas, nuevas posibilidades, considerar los viejos problemas desde un nuevo ángulo, requiere imaginación creativa y marca un avance real en la ciencia”.
En esta misma dirección asegura, y sería harto conveniente que maestros y profesores interesados en optimizar su rol tomaran debida nota: “una vez el alumno en esta disposición espiritual, lo demás viene casi por su propio peso, pues de ahí nacen las preguntas y solo se aprende aquello que vitalmente se necesita. Ahí es donde de nuevo se requiere la labor mayéutica del maestro”.
En lo que sigue verificamos la similitud con la posición de Claude Levi-Strauss cuando interpreta la educación como un proceso de transmisión y recreación de la cultura. Sábato sostiene: “porque el saber y la cultura son a la vez una tradición y una renovación, de tal modo que en algún momento el discípulo puede convertirse en renovador; momento en que el maestro genuinamente grande habrá de revelar su suprema calidad, aceptando ese germen creador que tan a menudo surge en las mentes juveniles, no solo porque son más frescas sino porque son más audaces”. La suprema calidad es asignada a quien no obtura la creatividad juvenil, a quien se atreve a reconocer y alentar las novedades que visualizan los jóvenes y quizás están fuera de su alcance por razones de época o por otras razones. He aquí argumentos nodales para que los docentes deseosos de modificar sus prácticas puedan bosquejar nuevos roles. Como siempre decimos, el maximizar el protagonismo de los estudiantes provocará, antes que la extinción de los docentes, como algunos tremendistas suponen, la emergencia de funciones frescas e inéditas, mucho más satisfactorias, creativas y saludables que las actuales.
El pensamiento de Sábato se asemeja a una cantera inagotable de suministros útiles para transformar la educación. Se interroga acerca de los profesoresy pondera la rebelión(autonomía) de los estudiantes:“no sé qué profesores tenía Galileo en el momento en que se le ocurrió subir a la torre para tirar abajo dos piedras, y a la vez, la teoría de Aristóteles; si eran malos, se habrían irritado por aquel crimen; si eran maestros de verdad, se habrán alegrado de aquella sagrada rebelión. Porque en el extremo opuesto del demagógico profesor muchachista está el autoritario profesor que supone un saber petrificado para siempre, inmóvil, para siempre idéntico a sí mismo”.Otro párrafo memorable en el que se vuelve a expedir con nitidez sobre un perfil posible de maestros y profesores.
En este punto además introduce un tema crítico: la relación docente-alumno (o viceversa). ¿Una relación de inexorable rivalidad, asimetrías y conflictos o unarelación que admite también la cooperación y respeto mutuo? La o las respuestas a esta interrogante determinan una serie de variantes metodológico-didácticas de máxima importancia. Nuestro escriba con severidad apunta al tipo de docente que se identifica con la primera parte de la interrogante: “se trata el profesor que ve en el alumno a un enemigo potencial, no a un hijo que debe amar; el que practica una disciplina siniestramente coercitiva, muchas veces para ocultar su ignorancia y sus debilidades; el que únicamente sirve para fabricar repetidores y memoristas, que castiga en lugar de formar y liberar; el que califica de ‘buen alumno’ al mediocre que acata sus recetas y se porta bien. Tipo de profesor que al fin ha encontrado su tierra de promisión en los países totalitarios, en los que el saber y la cultura son reemplazados por una ideología”.En este apartado se condensan varias problemáticas dignas de debatir y desentrañar si la intención es diseñar otros roles posibles para la función de profesor.
Para comenzar, vale preguntarse, en una primera aproximación, qué clase de afectos tendrían que matizar la relación entre el alumno y el profesor. Cuando este es percibido como un potencial enemigo para el alumno o viceversa, estamos en problemas. Un problema de difícil resolución y de innumerables y perturbadoras consecuencias, más allá de que estas resulten o no tangibles a simple vista. Tampoco parece prometedor colocar al alumno en posición de hijo y tratarlo con esa clase de afecto. En el inefable mundo del amor hay que hacer disquisiciones indispensables, más allá de que resulte imposible catalogar sus infinitas variedades.
El profesor que imaginamos tiene como objetivo primordial trabajar para que los estudiantes a su cargo, inexorablemente lo superen, aunque ello sea dable de constatar muchos años después de que el vínculo pedagógico se halla extinguido. Si ello ocurre, la tarea habrá resultado fructífera y entonces existen motivos para celebrar. Celebra el alumno, celebra el docente y festeja la comunidad que los alberga. Los fracasos ocurren cuando el alumno no logra superar al maestro, cuando este impone sus criterios a como dé lugar, cuando lo somete a humillaciones, al temor o a la pasividad. Cuando estimula la repetición en tanto en este territorio se siente tranquilo y seguro. Cuando consigue que lo instituido prime sobre lo instituyente.
Jean Jaques Rousseau (1712-1778) fue quizá un filósofo político antes que un pedagogo. Sin embargo, a través de su formidable creación literaria, postula toda una filosofía en relación a la educación. A propósito del tema que venimos desarrollando, en el estudio preliminar de Emilio, hace una afirmaciónreveladora:“asignad a los niños más libertad y menos imperio, dejadles hacer más por sí mismos y exigir menos de los demás”.He aquí una sinóptica frase que constituye todo un alegato a favor de la autonomía del aprendiente.
En esa singular novela filosófica educativa, escrita en 1762, describe y propone una perspectiva original de la educación, que es aplicada en Emilio. Rousseau, partiendo de su idea de que la naturaleza es buena y que el niño también, y contrariando las ideas dominantes en ese tiempo, entiende que debe aprender autónomamente, debe aprender por sí mismo en ese marco; al igual que Comenius, tiene fe en las reglas naturales. También propone que aprenda a hacer las cosas en la realidad y que encuentre motivos para hacerlas por sí mismo.
Rousseau objeta el sistema educativo mediante esta novela, por la corrupción social existente y la desconfianza concomitante que le provocan los enseñantes de la época. Por ello sostiene que los niños deben educarse en virtud de sus intereses. En verdad sugiere que los pequeños se auto eduquen; que afronten experiencias en contacto con la naturaleza y las cosas. Se trata de que el niño aprenda a través de sus vivencias y no solo porque lo dicen los demás, que no aprenda ciencia sino que la invente. La semejanza con algunas ideas nodales de Piaget, resulta asombrosa.
Evidentemente Rousseau y su Emilio han inspirado algunas de las teorías pedagógicas más avanzadas que surgieron en occidente. Sus concepciones han sido precursoras de la corriente conocida como escuela activa, más allá de que la comprensión o aceptación de sus aportes fue por demás tardía o precaria. Podríamos aventurar que corrió con la misma suerte que Comenius; al igual que este, sus obras fueron objetadas y censuradas por la sociedad de su tiempo y tampoco pudo evitar por ellas la persecución política.
Paulo Freire (1921-1997), extraordinario educador y hostigado por su ideología, forjará, en el marco de una pedagogía que podemos llamar crítica, contribuciones sustanciales y aptas para revolucionar las prácticas educativas.
La pedagogía crítica consiste en una propuesta de enseñanza que estimula a los estudiantes a cuestionar y desafiar las creencias y prácticas que se les imparten en sus itinerarios educacionales. Este gran maestro brasileño reconoce y defiende la capacidad que tienen los estudiantes para pensar críticamente sobre sus circunstancias educativas, sus problemas individuales y colectivos y los contextos sociales en los que les toca desenvolverse.
Asimismo plantea que la educación tiene que convertirse en un proceso político y lo que ocurre en el aula no puede ser indiferente a dicho proceso. Para este riguroso crítico de la educación tradicional, el conocimiento se debe construir en función de los saberes previos que los estudiantes llevan al aula y en función de las distintas realidades que afectan a los dos sujetos políticos en acción: el aprendiente y el enseñante.
Considera la relación entre ambos como dialéctica y dinámica. Impugnará la educación que llamará bancaria, esa que consiste en depositar en el alumno, sin mayores miramientos, los conocimientos estipulados en la curricula, independientemente de si tienen alguna significación para él o para su entorno. Es ese tipo de educación piramidal que ya consignamos, en la cual el profesor se coloca en el lugar del saber absoluto y el alumno es ubicado en el lugar de la ignorancia. Esta modalidad educativa que critica Freire es la que se corresponde con un modelo de actividad-pasividad, de educador-educado, de sujeto y predicado, de alguien que habla y de alguien que escucha, de alguien que muestra y alguien que mira, de alguien que disciplina y de alguien que es disciplinado. En fin, un modelo educativo que a principios del siglo xxi encuentra cada vez más obstáculos para mantenerse vigente con alguna eficacia y que resulta interpelado por alumnos y profesores por igual aunque con distintos argumentos.
Freire objeta pero nunca deja de proponer. Su visión lo lleva a reivindicar una educación que problematice las realidades, las cuales para él son siempre cambiantes; también propugna una educación que apoye a los estudiantes en la construcción de conceptos y herramientas para su transformación. Postula una educación afín a la creatividad y a la reflexión; una educación liberadora antes que enajenante. Que propicie múltiples aprendizajes a través del diálogo, entendido este como un acto de comunicación, como una conversación entre dos o más interlocutores quienes manifiestan sus ideas, emociones, experiencias o historias. Parece este un buen momento para subrayar el hecho de que, autores originarios de diferentes coordenadas espacio-temporales, conciben el diálogo con una metodología óptima para viabilizar otra educación.
Muchas veces los enseñantes no nos sentimos proclives a intercambiar ideas o puntos de vista, a escuchar y dialogar. Por estructura psíquica o por deformación profesional, preferimos presentarlas, dictarlas, impartirlas o desarrollarlas sin interferencias. Así constatamos que una pregunta suele considerarse una interrupción inadmisible, un hecho que connota escasa educación en quien la formula, una clara impertinencia.
Desde nuestra perspectiva las interrupciones no son otra cosa que sinónimos de un proceso fecundo donde el diálogo resulta una instancia de máxima educación, que estimula la escucha y la palabra de cada uno de los partícipes. El diálogo conforma, además, un poderoso antídoto contra el monólogo, contra ese infausto tipo de pensamiento que es el pensamiento exclusivo.
Freire, como otros pensadores convocados a echar luz sobre el protagonismo epistémico de los estudiantes y como nosotros mismos, insiste en que conocer implica una posición curiosa y activa del sujeto frente al mundo físico o el mundo social. Implica una acción transformadora sobre la realidad; una búsqueda constante, una invención y reinvención permanente; una reflexión sobre el acto mismo del conocer y de las modalidades para lograrlo.
También enseña que la palabra no tiene que ser privilegio de unos pocos, sino un derecho de todos: por ejemplo, del alumno y del maestro; ni uno ni otro tiene derecho de arrebatar o inhibir la palabra de quien la ejerce. La palabra, dirá, y la acción están íntimamente enlazadas; la palabra sin acción es verbalismo, y la acción sin la palabra (sin reflexión) es mero activismo.
El nombre de Jean Piaget (1896-1980) está asociado, por los menos entendidos, a árida teoría de los estadios por los que atraviesa el desarrollo de la inteligencia. Para quienes entienden un poco mejor a Piaget, su obra tiene múltiples virtudes y consecuencias para la epistemología, para la psicología y para la educación. Desde nuestra perspectiva su nombre está asociado al de un pensador que entrevió como pocos la necesidad de superar los reduccionismos y concebir lo real desde una perspectiva compleja. La energía que desplegó para alentar el trabajo interdisciplinario, es quizás una de las pruebas más contundentes de tal aseveración.
Si nos viésemos obligados a resaltar una de dichas virtudes, ella no sería otra que la de pensar en un sujeto epistémico activo; sostener y probar que el aprendiente, desde su más temprana edad, puede funcionar como alguien intelectualmente creativo y con capacidad para producir conocimientos. De allí que sostiene que “entender es inventar” y estipula que el rol docente es el de “crear las condiciones para que el sujeto pueda pensar”. Papert, hablará de “entorno de aprendizaje” para referirse a estas condiciones de las que habla Piaget.
Es curioso que por mucho tiempo este psicólogo y epistemólogo suizo fue ignorado en los espacios educativos tradicionales. Ya bien avanzado el siglo xx alcanza una relativa consideración en ciertas experiencias escolares, orientando acciones innovadoras, aunque siempre muy acotadas. En algún sentido, este investigador corre la misma suerte que otros grandes contribuyentes a la comprensión de la educación más evolucionada.
Claro que, no tanto como Iván Illich (1926-2002). Este intelectual austriaco resulta insoportable para el establishment educativo y no es para menos si recordamos algunas de sus manifestaciones abogando por una sociedad desescolarizada: “la principal lección que alguien recibe en la escuela es que necesita que le enseñen”.O cuando se refería a la enseñanza escolar:“la enseñanza de la escuela crea dependencia a los modos (rutinas) institucionales y una adicción supersticiosa a creer en sus métodos” (que no son los métodos de los estudiantes).
Otra de sus afirmaciones, igualmente urticante es la que sigue: “todo poder sobre la tierra es ejercido por intermedio de personas instruidas. La enseñanza sirve a la minoría que tiene el poder de justificación por los privilegios de que goza y de aquellos que reivindica”. Sus escrúpulos respecto a la enseñanza son aún más lapidarios cuando afirma: “hoy, la fe en la enseñanza ha venido a construir una nueva religión en el mundo. La naturaleza religiosa de la enseñanza no es perceptible porque la fe en la enseñanza es, con toda seguridad, ecuménica”. Así se expresaba el 18 de julio de 1971 en Lima, Perú, en oportunidad de una reunión del Consejo Mundial de Iglesias. Llamativamente, su visión hipercrítica acerca de la educación tradicional no difería demasiado de la formulada por A. Einstein cuando el físico jocosamente sostenía: “lo único que interfiere con mi aprendizaje es mi educación”.
Edgar Morin es uno de nuestros referentes fundamentales. Su contribución al desarrollo del pensamiento complejo es inestimable al igual que sus ideas respecto a la transformación educativa. Su aguda crítica al estado actual del conocimiento: “existe una falta de adecuación cada vez más amplia, profunda y grave entre nuestros saberes disociados, parcelados, compartimentados entre disciplinas y, por otra parte, realidades o problemas cada vez más pluridisciplinarios, transversales, multidimensionales, transnacionales, globales, planetarios, que inhibe visibilizar la complejidad de lo real”.En tal sentido despeja un gran desafío para el presente siglo, proponiendo otra enseñanza. Al respecto consigna: “la reforma de la enseñanza debe conducir a la reforma del pensamiento y la reforma del pensamiento debe conducir a la reforma de la enseñanza”.
En la misma dirección agrega: “una inteligencia incapaz de encarar el contexto y el complejo global se vuelve ciega, inconsciente e irresponsable”.Y abunda con algunas precisiones: “los desarrollos disciplinarios de las ciencias, no solo aportaron las ventajas de la división del trabajo, también aportaron los inconvenientes de la superespecialización, del enclaustramiento y de la fragmentación del saber. No produjeron solamente conocimiento y elucidación, también produjeron ignorancia y ceguera”.
Este autor nos brinda múltiples ideas para repensar la educación y ensayar nuevas maneras de enseñar. Asevera, siguiendo a Montaigne, que vale más una cabeza bien puesta que una cabeza repleta. Una cabeza bien puesta significa una cabeza apta para pensar, dispuesta a entender, a plantear y resolver problemas; a vincular saberes y darles sentido. Enfatiza el desarrollo de una inteligencia general: “cuanto más poderosa es la inteligencia general, mayor es la facultad para analizar problemas especiales”.La cabeza bien puesta es aquella idónea para organizar los conocimientos y evitar una acumulación estéril y bancaria.
Cuando imagina una educación superadora no duda en pronunciarse: “el desarrollo para contextualizar y totalizar los saberes se convierte en un imperativo de la educación”. También respecto a esta, añade: “la educación debe contribuir a la autoformación de la persona (aprender y asumir la condición humana, aprender a vivir) y a que aprenda a convertirse en ciudadano”.No deseamos continuar sin puntualizar un indicio, tomado de M. Heidegger, que Morin nos deja para concretar un rol docente compatible con la maximización de la autonomía estudiantil que postulamos: “es necesario que el cuerpo docente se dirija hacia los puestos más avanzados del peligro que constituye la incertidumbre permanente del mundo”.
Los aportes para sustentar nuestra idea provienen desde diferentes disciplinas. Zygmunt Bauman, desde la sociología, no duda en afirmar en que el aprendizaje más valioso es aquel que está en permanente transformación.
Su persuasión en lo que hace a la vitalidad del cambio es contundente: “elegí llamar ‘modernidad líquida’ a la creciente convicción de que el cambio es lo único permanente y la incerteza la única certeza. La vida moderna puede adquirir diversas formas, pero lo que las une a todas es precisamente esa fragilidad, esa temporalidad, la vulnerabilidad y la inclinación al cambio constante”. En incontables ocasiones nos preguntamos acerca de la pertinaz adhesión que los sistemas educativos muestran hacia la estaticidad, la inmovilidad y lo instituido. Y como consecuencia de ello, las alternativas y propuestas innovadoras sufren desde siempre interminables desdenes y son neutralizadas con los argumentos más inverosímiles.
Este autor nos proporciona mucho más que un corpus conceptual válido por interpretar la realidad de nuestro tiempo; también nos brinda herramientas cruciales para fecundar nuestra idea de maximizar la autonomía del estudiante en sus procesos de aprendizaje.
En la siguiente aseveración detectamos una plataforma óptima para desarrollar otra cultura de aprendizaje y enseñanza: “el futuro de nuestra cohabitación en la vida moderna se basa en el desarrollo del arte del diálogo. El diálogo implica una intención real de comprendernos mutuamente para vivir juntos en paz, aun gracias a nuestras diferencias y no a pesar de ellas. Hay que transformar esa coexistencia llena de problemas en cooperación, lo que se revelará en un enriquecimiento mutuo. Yo puedo aprovechar su experiencia inaccesible para mí y usted puede tomar algún aspecto de mi conocimiento que le sea útil. En un mundo de diáspora, globalizado, el arte del diálogo es crucial”. En esta propuesta Bauman no está solo; numerosos pensadores han insistido, a lo largo de los siglos, en las bondades de este recurso; tanto para la vida en general como para las praxis educativas en particular.
Avanzamos en nuestras reflexiones acerca del protagonismo epistémico de los estudiantes, con alguien que le otorga un valor superlativo, quizás asumiendo una posición muy radical. Al punto de erigirse en uno de los máximos detractores de la enseñanza de su tiempo. A ese singular pensador hay que ir a buscarlo al siglo xix. No se trata claro de un psicólogo sino de un irreverente pedagogo francés llamado Joseph Jacotot (1770-1840).
En el año 1820 publicó: Enseñanza Universal. Lengua Materna (libro que en la edición de Cactus 2008 fue prologado en forma excelsa por Jacques Rancière); allí se explayaba de manera categórica acerca de la indispensable emancipación intelectual de los estudiantes. Emanciparse de qué, se preguntaba y respondía: “de la más radical tiranía que se ejerce sobre los seres humanos: la de declararlos incapaces de servirse de su propia capacidad de pensar y conocer”.Explicita en ese texto una condena virulenta a la función de la explicación, sobre la cual indica, se construye todo el sistema de enseñanza. La revelación que captó Jacotot, dice Rancière (2007) “conduce a esto: hay que invertir la lógica del sistema explicador. La explicación no es necesaria para remediar la incapacidad de comprender. Por el contrario, justamente esa incapacidad es la ficción estructurante de la concepción explicadora del mundo. Es el explicador el que necesita del incapaz y no a la inversa; es él quien constituye al incapaz como tal”.
Jacotot desarrolló, durante su exilio político en Lovaina, una experiencia extraordinaria. Le tocó trabajar con estudiantes que no sabían francés y que no obstante deseaban aprender; él por su parte, ignoraba el holandés (idioma oficial en ese tiempo en Bruselas). Hizo llegar por medio de un intérprete una edición bilingüe de Telémaco y les requirió que aprendieran el texto francés con la ayuda de la traducción. Un tiempo después pudo constatar, con enorme sorpresa, que los alumnos, librados a sí mismos, habían aprendido el idioma. Habían aprendido sin un maestro explicador, pero de ninguna manera sin un maestro. Jacotot les había enseñado algo, aunque no les había transmitido nada de su disciplina. Había prescindido de las explicaciones permitiendo que la inteligencia de sus estudiantes se enfrentara con el libro proporcionado. No había utilizado ningún método, el método lo generaron los estudiantes y por eso expresaba: “es necesario que les enseñe que no tengo nada que enseñarles”. Esa manera de aprender recibirá el nombre de “enseñanza universal”; un real hito en las historia del proceso de aprendizaje-enseñanza o viceversa.
Jacques Rancière, profesor emérito en la Universidad de París VIII, publica en 1987 una provocativa obra titulada El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Esta producción genera una fuerte conmoción en los circuitos pedagógicos franceses más conservadores. Su principal objetivo fue poner en escena esa voz única pronunciada por J. Jacotot más de un siglo y medio antes. Voz que interpeló el orden explicador. Como señala Rancière: “las palabras que el niño aprende mejor, capta mejor, aquellas de la que mejor se apropia para su uso personal, son las que aprende sin un maestro explicador, antes de cualquier maestro explicador… lo mejor que aprenden todos los niños es aquello que ningún maestro explicador puede explicarle: la lengua materna”.
Ahora bien, ese niño que aprendió haciendo uso de su inteligencia y sin maestros que le explicaran la lengua, cuando ingresa a los circuitos formales de enseñanza, es recibido por maestros explicadores que desconfían del aprendizaje autónomo y comienzan el proceso de embrutecimiento (sic), es decir, el proceso de explicación sistemática que persistirá hasta la educación superior.
El embrutecedor, dice Rancière no es el viejo maestro que acosa a los alumnos con contenidos insípidos u obsoletos, ni el ser maléfico y cruel que aplica una doble moral para asegurar su poder y mantener cierto orden social. Contrariamente, es mucho más eficaz en la medida que está bien formado, que es lúcido y que actúa de buena fe. Mientras más brillante es, mientras más sabe, más evidente resulta la distancia con la ignorancia de los aprendientes. El embrutecimiento se manifiesta cuando una inteligencia funciona subordinada a otra inteligencia. Recordemos que Jacotot pregonaba que todas las inteligencias son iguales en su potencialidad. En el acto de aprender se despliegan dos voluntades y dos inteligencias. Sin dudas, se trata este de un planteamiento polémico pero colmado de aspectos ricos para el análisis.
En este itinerario destinado a consultar voces trascendentes que se expidieron acerca del aprendizaje autónomo, cabe trasladarse hasta la antigua Grecia y revisar lo que expresaba uno de sus filósofos indispensables. Ese no era otro que Sócrates (470 a.C.-399 a.C.). Según Plutarco, cuando este nació, su padre recibió del oráculo el consejo de dejar crecer a su hijo libremente, sin oponerse a su voluntad ni reprimirle sus impulsos. Este dato, de ser fehaciente, quizá resulte significativo.
En tanto creía en la superioridad de la discusión sobre la escritura, pasó la mayor parte de su vida en espacios públicos de Atenas, provocando largos diálogos y debates sobre diferentes tópicos, en especial sobre aquellos de carácter ético y moral.
La ironía fue la primera de las fórmulas utilizadas por Sócrates en su método dialéctico. Partiendo de una declaración de ignorancia: “solo sé que no sé nada” que ya referimos, insistía en que podía aspirarse aalcanzar alguna verdad. Desarrolló concomitantemente un método inductivo al que denominó mayéutica. Mediante el cual procuraba que sus interlocutores, alumnos o no, pudiesen, en función de sucesivos interrogantes, aproximarse a las verdades que en ellos habitaban, aunque creían desconocer.
En estas propuestas metodológicas milenarias existen sustentos que, en pleno siglo xxi, decididamente resultan pertinentes a fin de pensar en otros roles o funciones docentes en cualquiera de los niveles o modalidades del sistema educativo.
De occidente marchamos a oriente. China tiene sus maestros y tal vez uno de sus más notables, junto a Confucio, fue Lao Tse (¿?-531 a.C.) El viejo maestro, como le llamaban, prestigioso partícipe de la edad de oro de la filosofía china, aportante a las 100 escuelas de pensamiento (770 a.C-221 a.C.), erudito itinerante, quizás autor del texto: “Tao (Camino) Te Ching. Sostiene, en esta obra inmensa, que la única verdad universal es el cambio permanente. Tal vez radica aquí la causa principal por la cual este autor nos es muy popular en el mundo educativo. O, tal vez, por lo que subyace en una frase magistral que condensa su visión acerca del aprendizaje: “Si me muestras miraré, si me hablas escucharé, si me dejas experimentar, aprenderé”. He aquí un fuerte respaldo a la experimentación como travesía segura para el mejor aprendizaje.
Luego de un raudo periplo por oriente y occidente a fin de escuchar a dos maestros y filósofos de la antigüedad, cabe regresar al presente y revisar los posibles aportes del psicoanálisis a la temática que nos ocupa. Desde hace más de dos décadas venimos debatiendo en distintos foros acerca de las relaciones posibles entre educación y psicoanálisis.
Como consecuencia de ello, y sin amilanarnos por los disgustos que verificamos en ambos sectores, solemos apuntar sin vacilar que los desarrollos psicoanalíticos resultan ineludibles a la hora de acceder a las vicisitudes inherentes al acto de aprender y, también, al de no aprender.
Por demasiado tiempo los psicoanalistas se desinteresaron de los asuntos del conocimiento y los cognitivistas hicieron otro tanto con las cuestiones afectivas y emocionales inherentes al aprendizaje. Estos hechos reflejan las ideas de E. Morin cuando enfatiza que la ciencia ha avanzado unidimensionalmente sin las debidas interacciones, excluyendo todo aquello que no configuraba su área, tema u objeto particular o coyuntural de indagación.
Los descubrimientos psicoanalíticos han conseguido, en los ámbitos educativos, un paupérrimo impacto hasta avanzado el siglo xx. Los asuntos académicos fueron/son interpretados allí a luz de las teorías del aprendizaje vinculadas al ideario positivista. Quienes estudian los procesos de aprender y enseñar han utilizado por largos períodos esquemas simplificantes para dar cuenta de dichos procesos y, en consecuencia, sindican a los recursos intelectuales de los estudiantes como decisivos y excluyentes para explicar el aprender y el no aprender.
La significación que en el sistema se otorgaba/otorga al enseñante en el proceso de enseñanza/aprendizaje fue, por ejemplo, reducida a dos componentes principales: el saber disciplinario y sus habilidades didácticas. Se minimizó, casi sin intermitencias, el valor de la persona del maestro en aquél proceso, excepto cuando fue/es presentado como modelo identificatorio para el alumno.
En lo que hace al sujeto que aprende, la psicología recibió prioritariamente demandas en torno a los algoritmos cognitivos (priorizando etapas antes que procesos o vínculos) que el sujeto despliega en la apropiación del conocimiento; lo relativo a su sentir fue en la práctica descartado en cuanto a la necesidad de una explicación científica.
Cuando emergen problemas para aprender los afectos del alumno no son habitualmente considerados en su real dimensión, a lo sumo, son mentados como causas exógenas u obstaculizadoras al aprender (casi nunca como causas facilitadoras). A su vez, las dificultades para aprender rara vez son atribuidas u asociadas a los trastornos afectivos que afrontan los docentes en la tarea de enseñar.
Pocas veces la relación docente/alumno es concebida como determinante en un procedimiento académico exitoso. Sin embargo, el psicoanálisis nos aportará ideas cruciales a fin de entender las vicisitudes de tal vínculo; una de ellas tiene que ver con dos deseos que inexorablemente se manifiestan en el proceso de enseñanza-aprendizaje: el deseo de aprender y el deseo de enseñar. Estos deseos, muchas veces encontrados, propician dos tipos de problemas: problemas para aprender y problemas para enseñar.
Resulta casi inverosímil que investigaciones arduas y profundas como las producidas por el psicoanálisis apenas interesen a los estudiosos del aprendizaje. Indagaciones que evidencian cómo los vínculos humanos que están decisivamente matizados por factores inconscientes mediatizados por la transferencia, son a menudo desconocidos, o en el peor de los casos, descartados por quienes se dedican de profesión a enseñar. La pertinaz influencia de la caja negra fue/es mutilante en extremo.
Escuchamos con frecuencia que el deseo de aprender es inherente a la naturaleza humana, pero casi nunca que el deseo de no aprender también lo es. Es factible afirmar que el deseo es el motor del aprendizaje y también vale insistir en que el deseo es el motor de la enseñanza. Aprendiente y enseñante son copartícipes de una sucesión de actos más o menos sistemáticos a través de los cuales la cultura se transmite y se recrea sin cesar.
Si el paradigma positivista dominante no fuese tan hermético y los docentes tuvieran mejor conciencia de aquel estado de cosas, muchas cuestiones no serían igual en las instituciones educativas. Si el enseñante tuviese claro que sus deseos no necesariamente son compatibles con los del aprendiente y que ambos deseos (el del aprendiente y el del enseñante) son a veces incompatibles con las exigencias de la cultura, se despejarían alternativas diversas para mejorar los procesos de aprendizaje y enseñanza.
Todas estas circunstancias y otras que son relativas a las relaciones humanas establecidas con el propósito de aprender y enseñar, no son factibles de ser explicadas exhaustivamente desde ninguna teoría de la inteligencia. Hacerlo es maltratar o reducir un inexorable proceso complejo como es el aprendizaje.
Sabemos que la singularidad tiene escaso predicamento en los ámbitos escolares. Tal vez ello explique la poca consideración que la teoría psicoanalítica ha conquistado allí donde la supremacía del pensamiento único suele ser indisimulable. La ignorancia de la singularidad y la omisión del aporte psicoanalítico en la comprensión del aprendizaje, resultan argumentos válidos para dar crédito a la necesidad de avanzar en pos de un pensamiento complejo que lo incluya.
Aún nos queda una consideración más respecto a este asunto. Octave Mannoni, en un artículo titulado: “Psicoanálisis y enseñanza” (1982), realiza, a nuestro entender, contribuciones sustanciales para comprender la posición del docente. Se pregunta si es factible aprender psicoanálisis en la universidad y al respecto indica que sí, que es factible obtener información teórica y técnica sobre psicoanálisis en un curso más o menos de tinte académico. Sin embargo, de inmediato aclara que es en la situación analítica donde efectivamente el analizante descubre “cosas” de las cuales no sabía nada. Cosas que no se pueden aprender en un seminario universitario en base a metodologías más o menos ordinarias y cosas que el analista ha tenido la precaución de no enseñarle. El instrumento utilizado para descubrir cosas es la transferencia, vía regia de acceso al saber, lo cual vale aclarar, no es equivalente a conocer, más allá de que ordinario se consignen como sinónimos.
Mannoni no se preguntará entonces como enseñar psicoanálisis, sino que desliza una pregunta esencial: qué es enseñar. Dirá que esta actividad debe ser reconsiderada a partir de los descubrimientos psicoanalíticos. Insiste en que esta disciplina puede aportar preguntas antes que respuestas, lo cual provoca cierta desolación en las mentes más pragmáticas. Verificamos en las observaciones de Octave Mannoni, un aspecto muy interesante para quienes investigan la relación entre enseñantes y aprendientes.
A los efectos de ilustrar, recuerda que en el Menón Sócrates conduce a un esclavo iletrado a encontrar “solo” la solución a un problema geométrico. Indica que Sócrates únicamente le proporciona cierta ayuda técnica (sic), pero no ejerce ninguna autoridad como enseñante, no enseña nada, ayuda a parir/descubrir algo que aquel ya conoce aunque ignora. Desarrolla para ello, como ya reseñamos, dos métodos muy atractivos: la mayéutica y la ironía. En este contexto formula la conocida y ya mencionada declaración: “solo sé que no sé nada”, la cual será transformada por muchos psicoanalistas en: “solo se que no se nada”; los tildes han desaparecido, lo cual no es poco en tanto permite identificar otras dimensiones en la relación alumno y docente.
En el itinerario que estamos transitando, en esta selección de fragmentos diversos con valor heurístico como ya anunciamos, vale la pena rescatar algunas ideas de Francesco Tonucci. Varias de ellas guardan una total contundencia y nos invitan a las deliberaciones: “la misión de la escuela ya no es enseñar cosas. Eso lo hace mejor la TV o Internet”. La polémica definición de este reconocido pedagogo italiano, no es muy distante de las de otros pensadores que hemos traído a colación en páginas anteriores, o incluso de la que formula el psicoanalista Jacques-Alain Miller. Este indica que por mucho tiempo los adultos eran portadores de conocimientos y estos estaban mediados por los educadores y los padres, pero en la actualidad están disponibles a una simple demanda de Google, Wikipedia o equivalentes, sin ninguna mediación. Los conocimientos eran objetos que había que ir a buscar al campo del Otro, había que extraerlo del otro por vía de la seducción, la obediencia o la exigencia, lo que implicaba pasar por una estrategia con el deseo del Otro. Hoy los conocimientos están en un pequeño y potente adminículo llamado celular, no son más objetos del Otro. Quizá resulta extrema en demasía esta posición, pero no deja de incitar a debates imprescindibles.
Pero si la escuela ya no tiene que enseñar, ¿cuál es su misión? Tonucci no duda en afirmar: “debe ser el lugar donde los chicos aprendan a manejar y usar bien las nuevas tecnologías, donde se transmitan métodos de trabajo e investigación científica, donde se fomente el conocimiento crítico y se aprenda a cooperar y trabajar en equipo”. En diversas oportunidades nos ganamos alguna antipatía de auditorios de docentes cuando sostenemos que en el presente siglo, estos, son cada vez menos portadores /proveedores de conocimientos/ información significativa. Los contenidos más avanzados no circulan en este tramo histórico por las instituciones educativas, de aquí que las funciones docentes deben reciclarse definitivamente.
Su profunda crítica a la escuela como institución “transmisiva”, según la nómina, se hace patente en lo relativo al proceso de enseñanza-aprendizaje. Al respecto indica: “la enseñanza no produce o al menos no garantiza el aprendizaje; de hecho solo aprenden y obtienen buenos resultados, los inteligentes, los que tienen apoyo en casa, los que probablemente habrían aprendido aún sin una enseñanza escolar”.
Ante la disyuntiva “enseñanza o aprendizaje”, la escuela transmisiva ha tomado parte por la enseñanza, en tanto suscribe el supuesto que los alumnos no saben nada y vienen a la escuela a aprender. Es el profesor quien sabe (sin duda casi siempre es así) y llega a la escuela a enseñar, enseña a todos del mismo modo; cuando algún alumno no aprende la responsabilidad suele ser suya.
Más allá de las crudas críticas a la escuela tradicional imagina otra escuela (nosotros preferimos hablar de otra educación). Una escuela alternativa que llega a llamar “constructiva” en tanto se preocupa, no solo por transmitir, sino por situar a los alumnos en condiciones de poder construir, desarrollar, profundizar en sus propios conocimientos, elegir acerca de las cuestiones que desea aprender. La experiencia escolar surgirá casi siempre, según su óptica, de una instancia de escucha.
Entonces dirá: “los conocimientos explicitados a través de lo narrado, de lo escrito, de los dibujos, etc., se convertirán en objeto de debate. Comenzará así el trabajo de confrontación, de descubrimiento de contradicciones, de la necesidad de desenredarlo”. Y seguidamente perfila un rol posible para el profesor. “Es él quien debe garantizar que los niños hablen, se expresen, sepan escuchar, no se cierren a la primera dificultad o a los primeros resultados”.A nosotros nos gusta alegar que un profesor puede funcionar como administrador del conocimiento (para ser precisos, de una porción del mismo llamada asignatura), entendido este siempre como un bien público o social, nunca como propiedad privada del enseñante.
Seymour Papert, matemático y epistemólogo nacido en Sudáfrica, quien trabajó cuatro años con Piaget en Suiza, fundamenta en La máquina de los niños. Replantearse la educación en la era de los ordenadores (1995), que el siglo xxi, el siglo de la información, bien puede considerarse como el siglo del aprendizaje. Al respecto señala: “la actitud más importante para determinar qué camino va a seguir una persona en su vida ha pasado a ser ya la de aprender nuevas destrezas, nuevos conceptos, enjuiciar situaciones, hacer frente a lo inesperado”.Luego, como al pasar no deja de deslizar: “lo que es válido para los individuos también es válido para las naciones”.
El optimismo de Papert procede del reconocer la posible acción combinada de dos grandes tendencias actuales: a) La tecnológica: “la misma revolución tecnológica responsable de esa imperiosa necesidad de un aprendizaje nos ofrece los medios para actuar de forma efectiva”.
b) La epistemológica: “mi principal tesis es que la mayor contribución de las nuevas tecnologías a la mejora de los aprendizajes se centra en la creación de medios personalizados capaces de dar cabida a una amplia gama de estilos intelectuales”.
“Seymour Papert es un niño emancipado” afirma Nicolás Negroponte, en el prólogo del libro La familia conectada (1997).
Y allí escribe; “Nunca antes tuvimos tanto que aprender de los chicos. Ellos hoy introducen la nueva cultura, una cultura que en su esencia contiene los extremos de ser personal y global a la vez. Los chicos entienden las computadoras porque pueden controlarlas. Las adoran porque pueden crear sus propias ventanas de interés. ¿Se acuerdan cuando íbamos a la escuela? Si lo que la maestra decía era demasiado simple, perdíamos interés. Si era demasiado difícil, perdíamos interés. ¡qué chiquita era esa ventana!”
En un sentido próximo, Papert afirma: “la mayor libertad de elección traerá aparejados cambios extraordinarios en la forma de aprender y desarrollarse de los niños” y abunda: “los chicos que buscan independencia al actuar y se sienten frustrados al depender de sus padres en el aprendizaje, se están aferrando apasionadamente a la llave de la libertad para aprender”.
En el ámbito de la educación superior, algunas tendencias actuales hacen cada vez más hincapié en la idea de que los estudiantes tienen que jugar un papel activo en sus propios aprendizajes, ajustándolos de acuerdo a sus necesidades y objetivos personales y sociocomunitarios. En ese sentido, desde distintas vertientes se recomienda a los docentes que se interesen por la implementación de nuevas estrategias de aprendizaje y al tiempo, estimulen a los jóvenes para que se familiaricen con ellas desde el inicio de su formación profesional. Una de esas estrategias, la cual cada día suma más adeptos por las posibilidades y beneficios que provoca a mediano plazo, es la de aprender a aprender.
Algunos desarrollos pedagógicos más o menos recientes hacen referencia a tres tipos de contenidos curriculares: conceptuales, procedimentales y actitudinales. En los sistemas tradicionales se le ha otorgado un predicamento casi excluyente a los contenidos conceptuales. Nosotros proponemos aquí una inversión de dicha secuencia; en tanto psicólogos, interpretamos que los actitudinales tienen que considerarse un “contenido” principal y seguidamente, le concedemos alta gravitación a los contenidos procedimentales. En esa dirección, el aprender a aprender configura, a inicios del presente siglo, una vía regia para los asuntos inherentes al aprendizaje autónomo.
Sin embargo, el progreso de esta alternativa promisoria conlleva inexorablemente a la gestación y desarrollo de otros roles o funciones para los profesores. No se trata de que estos adquieran habilidades para implementar nuevas metodologías, se trata de poder concebir o pensar la educación y la enseñanza de otra manera, situarse en otro paradigma. Desde nuestra visión, es justo en este punto donde radica la mayor dificultad o resistencia para la expansión del aprender a aprender.
En las páginas previas hemos adelantado algunas recomendaciones bien específicas en cuanto a perfilar otros roles docentes, esto es, roles significativamente más compatibles con un mayor protagonismo epistémico de los estudiantes. Otras sugerencias se pueden inferir de las imprescindibles contribuciones realizadas por varias de las voces invitadas a expresarse en este trabajo. En lo que sigue, nos interesa referirnos a una manera de imaginar la posición del docente en un escenario como el que estamos postulando.
Tomando en consideración la propuesta de Bauman y la de otros lúcidos pensadores en eso de reivindicar el diálogo para consumar distintas praxis sociales superadoras, parece viable postularlo como alternativa para mejorar los aprendizajes en los primeros tramos del actual siglo.
De allí que proponemos que el docente funcione como un interlocutor válido en su relación con los estudiantes. ¿Qué significa considerarlo/ se un interlocutor válido? La expresión sugiere que la función medular del maestro/ profesor tendría que ser la de promover el diálogo como herramienta principal en eso de facilitar los aprendizajes de los alumnos a su “cargo”.
¿En qué consistiría esa función de dialogar? Implicaría asumir el rol de alguien con quien es factible de hablar, coloquiar, conversar en los espacios educativos. Alguien que no es cualquiera, en tanto es un profesional de la enseñanza, alguien capacitado y entrenado para ejercer dicha acción, alguien que por supuesto dispone de una fuerte experticia sobre determinadas temáticas, materias o asignaturas. Alguien versado en determinadas problemáticas generales y o particulares de una disciplina o dimensiones de ella. Esto es condición sine qua non. El saber disciplinario de ninguna manera se negocia, más allá de que quien decide elegir la profesión de enseñar debería acreditar otras alfabetizaciones indispensables, como, por ejemplo, la alfabetización política, social, psicológica, etc.
El interlocutor válido es alguien que se entrena para mejorar su escucha y poder así afrontar en mejores condiciones los diálogos que fomenta y mantiene con los alumnos. Está siempre allí y muy en especial cuando el estudiante lo requiere, cuando lo necesite, cuando desee dialogar. Allí, bien cerca, donde pueda ser ventajoso para quienes lo soliciten. Insistimos, se trata de alguien que procura desarrollar al máximo la capacidad de escuchar, que sabe que los procesos de aprendizaje requieren tiempos diversos en sujetos diversos y que procura siempre desterrar afirmaciones patéticas al tipo de: “yo soy el maestro aquí y por lo tanto merezco todas las consideraciones”…”ustedes deben saber que un maestro nunca se equivoca” u otras equivalentes que pululan en los ámbitos escolares.Alguien que de ordinario declina colocarse en el lugar del (supuesto) saber, lugar anhelado por tantos en el ramo, pero nítidamente improductivo.
Los estudiantes y los interlocutores válidos se relacionan en función de tópicos convertidos de hecho en objetos de conocimiento más o menos estipulados o significativos (curricula flexible); vale puntualizar que dichas relaciones son tanto de carácter simétrico como asimétrico. Postular o asumir la pura y permanente asimetría es un claro indicador de autoritarismo pedagógico.
La designación/nominación de interlocutor válido indica también la decisión/posibilidad de validar/valorar al experto y esta es una atribución del estudiante. Es este quien valida al profesor (por mucho tiempo los profesores validaron/valoran a los estudiantes, así pulularon/pululan esas afirmaciones comunes: “es un buen alumno”… “es un alumno pésimo”, etc. Un profesor puede ser validado por muchos estudiantes e incluso por muchas cohortes de estudiantes, no obstante, si llega a ser bien valorado, cada día que ingresa a los claustros le toca validar sus pergaminos, no puede dormirse en sus laureles. Esta validación es similar a la que tiene lugar en el proceso terapéutico. Alguien elije a un psicoterapeuta y luego, en el devenir del proceso, o una vez que ha finalizado, la valida convenientemente.
Este tipo de relación que estamos proponiendo tiene como finalidad distribuir de otras maneras el poder que genera el vínculo entre quien posee ciertos conocimientos y quien pretende una porción de ellos o mucho más. O entre quien valora o examina si los conocimientos estipulados han sido apropiados y quien debe demostrar que ello ha ocurrido. El profesor ocupa el lugar de una suerte de fiscalizador social, alguien que no solo enseña sino que es responsable de constatar la cantidad y calidad de los aprendizajes obtenidos.
Como siempre sostenemos, en los espacios educativos los asuntos de poder están a la orden del día, por más que no se admita oficialmente su existencia. Sin ir más lejos, la diferencia de poder entre los dos principales protagonistas de un acto educativo determina con suma frecuencia la emergencia de múltiples abusos. El docente no solo evalúa (con los inevitables riesgos de la arbitrariedad) los conocimientos apropiados/ construidos por los estudiantes, sino que tiene potestad, con frecuencia tacita, para apreciar y sancionar a estos por múltiples razones ajenas a los aprendizajes específicos. Puede objetar y descalificar, a veces sin el menor cuidado o con escasa conciencia, comportamientos estéticos, éticos, lingüísticos, políticos, procedimentales, etc. etc. de los estudiantes con los que interactúa.
Luego de una prolongada incursión profesional en diferentes espacios educacionales, hemos construido la siguiente convicción. Más allá de reconocer la pertinencia de innumerables procesos educativos, de verificar la excelencia de sus propósitos, sus procesos y sus productos, también hemos advertido la existencia de un objetivo poco tangible en tales procesos. Ese objetivo omiso no es otro que el control social (hoy gestionado con exito con otras reglas por los medios informáticos y comunicacionales) y ello es, justo, lo que determina en buena medida esa promoción de la pasividad que constatamos en los procesos de enseñanza/aprendizaje, en especial en aquellas modalidades académicas con ribetes más tradicionales. De allí que nos veamos impelidos a declarar que nos parece un verdadero crimen dilapidar tanto potencial epistémico, desperdiciar tanto capital simbólico infanto-juvenil, tirar por la borda inmensos recursos intelectuales y creativos que los aprendientes aportarían si se los convocara a experimentar y maximizar su protagonismo cognoscente.
Ojalá que nuestra propuesta tenga corolarios. Poseemos la certidumbre de que no se trata de una cuestión apta para impacientes o ansiosos; habrá que ir desarrollándolos colectiva y laboriosamente en los mismos espacios educativos tradicionales y también habrá que generar otros espacios, más allá de los claustros, para difundirlos y recrearlos.
En un par de años más, también en junio, estaremos cumpliendo 100 años de un acontecimiento que surgió en esta universidad e impactó en toda América Latina. La reforma universitaria de junio de 1918, impulsada por la juventud universitaria de Córdoba, Argentina, desencadenó un movimiento destinado a promover la democratización de la enseñanza y transformar otros importantes aspectos de la educación superior. Por fortuna este movimiento logró rápidas adhesiones en todo el continente y consecuentemente, muchas praxis comenzaron a variar.
Los principales reclamos reformistas exigían la renovación de las estructuras y objetivos de las universidades, la implementación de nuevas metodologías de estudio y enseñanza, el razonamiento científico frente al dogmatismo, la libre expresión del pensamiento, el compromiso con la realidad social y la participación del claustro estudiantil en el gobierno universitario.
La celebración de aquella gesta académica que se avecina, de ninguna manera tendría que ser momento para la nostalgia o la añoranza, sino que tiene que convertirse en una instancia óptima para impulsar la idea de que otra educación es posible en la universidad, que resulta indispensable conquistar nuevas reivindicaciones y en ellas, el protagonismo de los aprendientes tiene que ser decisivo.
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Notas
1. Los desarrollos que se exponen en este artículo vienen germinando desde hace una buena cantidad de años. Sus diferentes avances han sido puestos a consideración en numerosas oportunidades: tanto en las clases que desplegamos en la Universidad Nacional de Córdoba y en otras universidades, como en diversos foros y espacios de formación. Sin embargo, una primera sistematización escrita fue realizada para las Jornadas “Aprender Psicología en el siglo xxi”, organizada por la Secretaría de Extensión de la Facultad de Psicología de la UNC, el 7 de junio de 2016. La segunda, para el “V Congreso Alfepsi. Hacer y Pensar la Psicología CON América Latina” llevado a cabo entre el 7 y 10 de agosto de 2016 en la Universidad Autónoma de Centro América, en San José de Costa Rica. La tercera versión, para el II Congreso Internacional de Psicología “Ciencia y Profesión. Desafíos para la construcción de una Psicología Regional” que tuvo lugar en la Universidad Nacional de Córdoba entre el 6 y 8 octubre de 2017. Sospechamos que aún, más allá de esta versión para la revista, quedan otras por venir, produciéndose así una suerte de palimpsesto recurrente.