FAMILIAS DISEJECUTIVAS EN NIÑOS CON CONDUCTAS DISRUPTIVAS
Risueño Alicia E.
Motta Iris M.
Universidad Argentina John F. Kennedy. Departamento de Biopsicología.
Buenos Aires. Argentina
Resumen
A partir de una investigación empírica con una muestra de niños entre 10 y 12 años, el presente trabajo tiene como objetivo definir las conductas disruptivas como un constructo que agrupa un conjunto signosintomatológico de orden neuropsicosociocognitivo que determina un estilo de comportamiento disfuncional, caracterizado por agresividad, impulsividad e hiperactividad (sin trastornos atencionales). Definir la función ejecutiva desde la neuropsicológica dinámica, y la influencia de las figuras parentales en su constitución. Se ha observado, que los niños con estas características no inhiben sus conductas, porque sus lóbulos prefrontales aún no han madurado, porque la dinámica familiar, con su conducta negadora, no ha facilitado la estructuración de la instancia superyoica, ni ha ejercido su función parental como función ejecutiva.
Palabras Claves: familias disejecutivas - conductas disruptivas
Abstract
On the basis of empirical research performed on a sample of children between 10 and 12 years, this paper aims at a) defining disruptive behavior as a construct that groups a set of neuro-psycho-socio-cognitive signs and symptoms determining a style of dysfunctional behavior characterized by aggressiveness, impulsiveness and hyperactivity, yet no attentional disorders; b) defining executive function from the dynamic neuropsychology point of view, and the influence of parental figures in its constitution. It has been observed that children with these characteristics do not inhibit their behavior because their prefrontal lobes have not matured, since the family –with its dynamics and denial behavior- has not facilitated the structuring of the superego stage, nor has exercised its parental role as an executive function.
Keywords: disexecutive families - disruptive behavior
1.- introducción
La Asociación de Psicología Americana (APA) denominó al período 2000-2010 como la “Década de la Conducta”, cuyo objetivo era promover y orientar los esfuerzos y la creatividad de las ciencias sociales y humanas para hallar soluciones a los relevantes y acuciantes problemas de una sociedad convulsionada. Por otro lado, la “Década del Cerebro” (1990–2000) nos permitió aprender más sobre el sistema nervioso central (SNC), es ahora el momento de informar a la comunidad los resultados de dicho período y transferir los conocimientos sobre el cerebro al estudio de la conducta.
Como señala Ardila (1999) se esperó que la “Década de la Conducta” colaborara a entender más acerca de los humanos, su sociedad y sus relaciones con el contexto ambiental y social, de lo que hemos aprendido desde los comienzos de las ciencias que buscan estudiar al hombre y su conducta.
Por otra parte, la “Década de la Conducta” coincide con la declaración por parte de la UNESCO (2000) del decenio de culturas de paz y no violencia de la humanidad. Koichiro Matsuura, Director General de la UNESCO, advierte que en el siglo xx se han producido extraordinarios progresos en la ciencia, la tecnología y la comunicación, pero no se han logrado erradicar la violencia ni la guerra.
Por esta razón, las Naciones Unidas han proclamado el año 2000 “Año Internacional de la Cultura de Paz”. A partir de ello, la convocatoria transdisciplinar para contribuir a promover actitudes, valores, pensamientos y conductas en todos los planos de la sociedad para que se hallen soluciones pacíficas a los problemas de violencia.
El presente trabajo constituye un aporte que posibilita, aunando los conocimientos de ambas décadas, escrudiñar más profundamente en las características de las conductas disruptivas y su relación entre el debilitamiento de las relaciones familiares y el aumento de la marginalidad, muchas veces relacionadas con estos comportamientos. Algunos estudios muestran una fuerte relación entre la disfunción familiar, el autoconcepto-autoestima y la conducta disruptiva en los adolescentes, impidiendo el desarrollo evolutivo normal, y por ende de la construcción de la función ejecutiva, como posibilitadora de acciones ajustadas a la realidad compartida, tanto con adultos como con sus pares. En primer lugar definimos las “conductas disruptivas como un constructo que agrupa un conjunto signosintomatológico que determina un estilo de comportamiento disfuncional de orden neuropsicosociocognitivo, caracterizado por agresividad, impulsividad e hiperactividad (sin trastornos de atención)”, analizando los componentes que constituyen dicho constructo. En segundo lugar definimos la “función ejecutiva” desde una perspectiva neuropsicológica dinámica, y la influencia de las figuras parentales en su constitución.
2.- DESARROLLO
2.1.- De la neuropsicología dinámica
En primer lugar recordamos lo que definimos como neuropsicología dinámica: “el estudio de las relaciones existentes entre las funciones cerebrales, la estructura psíquica y la sistematización sociocognitiva en sus aspectos normales y patológicos, abarcando todos los períodos evolutivos” (Risueño, 1999, 2000, 2004, 2010). En el humano, como siendo biopsicosocial, su desarrollo y enfermedad no son más que su hoy en relación con su historia y su proyecto. Tanto en el desarrollo como en la enfermedad este cuerpo en evolución o dañado acontece con sentido propio y se organiza de forma única. La tonalidad de su existencia acompaña el modo y la forma de la historia vital humana. El “enfermo es uno” y constituye una unidad que solo debe escindirse para una mejor comprensión del sufrimiento. Debemos comprender que se trata de una ciencia que debe mirar al hombre como un todo. Por eso trataremos de ahondar desde una mirada integral y, por ende, biopsicosocial al humano que se va desarrollando, al humano que padece y al humano que debe habilitarse de nuevo para ir siendo desde sus posibilidades con los otros. No podemos reducir al hombre a simples procesos bióticos, ni siquiera a complejos procesos cognitivos; estamos cercenando lo que al hombre lo hace humano: su psiquismo. Es indudable que sin su cerebro sería imposible la estructuración psíquica y su organización mental, pero sin la posibilidad de la estructura psíquica el hombre no podría ir siendo él mismo y con los otros. Es desde la profundidad de lo psíquico que el hombre se va constituyendo como hombre; el cerebro sostiene como base neurofuncional esa construcción y posibilitan ambos –cerebro y psique– los procesos mentales. No podemos reducir el sentir y el pensar a simples procesos químicos, pero tampoco podemos sentir y pensar sin ellos. A modo de constante intercambio y procesos dialécticos se modifican mutuamente.
Cerebro y psiquismo dan paso a lo mental, pero lo mental no es sinónimo de lo psicoemocional. Los procesos mentales llamados superiores –preferimos llamarles “humanos”– son tales en tanto se reúnan cerebro y afecto. Por otro lado, lo mental y lo afectivo encuentran en lo cerebral distintas estructuras y ellas se congregan para dar como resultado lo humano. Por lo tanto, desde este paradigma analizaremos los distintos conceptos que hemos propuesto.
2.2.- De la función ejecutiva
Es fundamental para nuestro análisis definir desde la neuropsicología dinámica la función ejecutiva (FE). Para nosotros es el proceso por el cual se logra planificar, anticipar, inhibir respuestas, desarrollar estrategias, juicios y razonamientos y transformarlos en decisiones, planes y acciones. Cabe aclarar que, si bien este es el término habitualmente utilizado en nuestro medio, puede inducir a errores al lector no iniciado en el tema debido a que lo ejecutivo suele asociarse a la realización de actos; sin embargo, aquí nos referimos a la eficaz coordinación y supervisión de los procesos que concluyen en la conducta normal, lo que muchas veces tiene más de inhibición que de facilitación. Prueba de ello es que la corteza posee mayor número de neuronas gabaérgicas (inhibidoras) que glutamaérgicas (excitadoras) (Mas Colombo, et al, 2003).
La FE requiere de un proceso de aprendizaje a través de los continuos y constantes haceres en el transcurso de la vida que posibilitan una existencia con sentido y significado, pues es esta una función compleja que involucra una serie de factores organizadores que si bien tienen rasgos comunes en todos los humanos, adoptan formas particulares en cada persona. Y esto es así en tanto dependen de las singulares conexiones neuronales, producto de la función plástica, que generan entramados de formas infinitas a partir de la propia historia. (Mas Colombo et al, 2003)
Esta función se corresponde anatómicamente con los lóbulos prefrontales (LP) y todas sus proyecciones y retroproyecciones córtico-subcorticales. Estas regiones cerebrales son de maduración tardía, dependiendo de elementos como la plasticidad, la mielinización, el establecimiento de nuevas rutas sinápticas, la función de ciertos neurotransmisores, aprendizajes, etc. Tanto la plasticidad, la mielinización como las nuevas conexiones están sometidas a la particular relación que se establezca con el medio y es así como dos personas pueden actuar, valorar y pensar muy diferente sobre la misma situación. Se podría decir que esta función se refiere a la posibilidad de percibir, recordar y actuar inteligentemente.
Mucho es lo que se ha escrito sobre la participación del sistema límbico en este proceso. A los efectos de nuestro trabajo, destacaremos la función de la amígdala y el hipocampo, implicados ambos en los procesos mnésicos. Hay una tendencia a conceptualizar la memoria como el almacenamiento de acontecimientos y la posibilidad de evocarlos. El hipocampo es el responsable de este tipo de memoria, llamada declarativa. Pero existe otro tipo de memoria que se relaciona con la impresionabilidad emocional ligada a los acontecimientos, de la cual es responsable la amígdala. Al mismo tiempo, ciertos núcleos amigdalares ponen en marcha complejos procesos que desencadenan las conductas de autoconservación; que de no mediar modulación prefrontal, pueden convertirse en auto o heteroagresión. Estas conductas, por lo arcaicas, tienden a la búsqueda de placer o, por lo menos, a la disminución del displacer. Así, cuando prima la acción condicionada por lo instintual y no por la reflexión, aparece la manifestación impulsiva, tema que abordaremos posteriormente.
2.3.- Conducta disruptiva. Conceptualización y antecedentes
Debemos recordar que el interés por el estudio de los problemas de conducta en la infancia se remonta al siglo xix. La psicología, entre otras disciplinas como la medicina y la psiquiatría, se interesó por este problema tan acuciante poniendo el énfasis, sobre todo en los primeros tiempos, en las clases sociales desfavorecidas. A finales del siglo xix son varios los autores que intentan definir el cuadro, entre ellos Bourneville que los denomina “niños inestables”, caracterizándolos por su inquietud física y psíquica exagerada con manifestaciones destructivas y un leve descenso en su capacidad intelectual. Tuke, en 1882, sin poder discernir demasiado a que entidad se refería, describe a niños que presentaban sintomatología impulsiva; en tanto Clouston, diez años más tarde, define a un conjunto sindrómico como estado de defectuosa inhibición, definiéndolo como conductas impulsivas (citado en Risueño, 2004).
Más adelante, Still (1902) relacionó los trastornos de conducta como defecto en el control moral de causas cerebrales y Heuyer, en 1914, en su en su libro Niños anormales y delincuentes juveniles (citado en Sandberg, 1996) atribuye la conducta disocial a causas fundamentalmente psicosociales. Recién a mitad del siglo xx se comienza a delimitar, desde el punto de vista clínico, el concepto de personalidad sociopática que también se aplicó a la infancia.
Desde nuestro punto de vista, la conceptualización de los llamados trastornos de conducta constituye una tarea ardua, ya que las variables implicadas en su manifestación y evolución son complejas; por lo tanto, el presente trabajo se haya enmarcado en el modelo biopsicosocial.
A pesar que desde hace más de un siglo se investiga y estudia sobre esta temática, aún no se ha logrado un consenso que posibilite abordajes integrales que a su vez prevengan conductas disociales y antisociales en adolescentes y adultos respectivamente. Sin embargo, a pesar de la denominación aceptada en la actualidad de acuerdo a los criterios internacionales, según constan en las clasificaciones como el DSM- IV (1994) y DSM-IVTR de la Asociación Psiquiátrica Americana (2002) y el CIE 10 (1992) de la Organización Mundial de la Salud (OMS), existen conductas que se encuentran en un zona poco delimitada y que muchas veces se asocian a otras manifestaciones psicopatológicas sin llegar a ser un trastorno de conducta como se describe en dichos manuales. En la bibliografía citada se consideran trastornos de conducta a las siguientes manifestaciones: agresiones físicas, destrucción de bienes materiales, robo, fraude y violación grave de las normas sociales.
No obstante, hay cuadros que no se manifiestan hasta la adolescencia o incluso sus manifestaciones clínicas no constituyen lo que el DSM-IV TR o el CIE 10 consideran trastornos disociales dentro de los “Trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia” y en particular como “Trastornos por déficit de atención y comportamiento perturbador”. Las investigaciones y artículos científicos en consonancia con los manuales estadísticos (Artigas-Pallarés,2003) refieren los trastornos de conducta que presentan impulsividad e hiperactividad dentro de este último, denominándolo “Trastorno por déficit de atención con hiperactividad“ de “Tipo con predominio hiperactivo-impulsivo”, en tanto que consideran las características de agresión dentro del “Trastorno disocial”.
Definiremos las conductas disruptivas como un constructo que agrupa un conjunto signosintomatológico que determina un estilo de comportamiento disfuncional de orden biopsicosociocognitivo, caracterizado por agresividad, impulsividad e hiperactividad (sin trastornos de atención). Estas conductas implican interrupción o desajuste en el desarrollo evolutivo del niño, imposibilitando el establecimiento de relaciones sociales ajustadas a la realidad compartida, tanto con adultos como con sus pares (Mas Colombo, 1982, Risueño, 2004).
Por otro lado, las conductas disruptivas han sido definidas de formas disímiles, lo que nos lleva a definir con mayor precisión qué consideramos en la presente investigación como trastornos de conducta disruptiva.
Retomando algunas de las investigaciones señaladas que ponían el énfasis en el ambiente es conveniente señalar algunas conclusiones recientes acerca de la disfunción familiar, por ser considerada como uno de los factores de riesgo en la génesis, evolución y desarrollo de los desórdenes de conducta disruptiva. Las estadísticas revelan una relación cada vez más estrecha entre las relaciones familiares disfuncionales y el aumento de la delincuencia. Algunos estudios muestran una fuerte relación entre la disfunción familiar, el autoconcepto-autoestima y la conducta disruptiva en los adolescentes (American Academy of Child and Adolescent Psychiatry, 2003). De esto se desprende, para la mayoría de los autores, considerar el rol del ambiente y la prevención como clave de intervención.
A su vez, la agresión y la violencia durante la niñez y la adolescencia han sido el eje de no muy lejanos estudios. Loeber (1997) ha hallado que las formas graves de agresión permanecen relativamente estables desde la niñez hasta la edad adulta; no obstante, sostienen que tal vez no empiecen en algunos niños hasta el comienzo o final de la adolescencia.
El estudio longitudinal de Miller-Johnson y cols. (2002) ha puesto en evidencia que es la agresión física el mejor predictor para futuros problemas de conducta. Para estos investigadores la secuencia conductual que llevaría a presentar futuros problemas estaría afectada por la influencia de sus pares, es decir, teniendo en cuenta que estos niños agresivos suelen ser más rechazados,tienden a sufrir de aislamiento con manifestación precoz de conductas antisociales.
A continuación recorreremos los diferentes conceptos acerca de las distintas definiciones de trastornos de conducta y en especial de conductas disruptivas, y de acuerdo a nuestra definición, realizaremos un análisis pormenorizado de los caracteres que constituyen el constructo.
Para la Real Academia Española (RAE) (2001), disruptivo significa “Que produce ruptura brusca”; es un término que deriva de la física. La RAE (2001) lo asocia al concepto de descarga disruptiva, definiéndola como: “descarga brusca que se produce cuando la diferencia de potencial entre dos conductores excede de cierto límite, y que se manifiesta por un chispazo acompañado de un ruido seco”.
Las "conductas disruptivas" son aquellas manifestaciones que alteran la adaptación del paciente a su entorno, como: agresividad, autoagresión, problemas de socialización, dificultad con los padres, comportamientos oposicionistas-desafiantes, berrinches excesivos o períodos de agitación psicomotriz según señalan Barragán Pérez, Garza Peña, Benavides Guerrero, Hernández Aguilar (2005), con quienes coincidimos.
Estos autores resaltan que las conductas disruptivas son frecuentes en más de la mitad de los pacientes pediátricos con epilepsia, impactan sobre su funcionamiento psicosocial global y provocan el rechazo de la sociedad. Pero es necesario señalar que no todas las manifestaciones disruptivas pertenecen a cuadros epilépticos. Por otro lado, otros investigadores consideran las conductas disruptivas presentes en cuadros clínicos como los síndromes del espectro autista (Camino León, López Laso, 2006) y los retardos mentales (Bastos, 2006), entre otros.
Sin embargo, y a los efectos de este trabajo, consideraremos las que no resulten manifestaciones sindrómicas de patologías neurológicas y/o psicopatológicas definidas.
2.3.1.- De la agresividad
Las conductas agresivas, desde la perspectiva socio-sanitaria, constituyen un problema de gran envergadura en la sociedad actual, máxime si se tienen en consideración los datos que aportan varias investigaciones. Ya en 1997, Kavoussi y cols. estimaban que la prevalencia de conductas violentas en la población general se situaba en torno al 25%. En 2008, Inglés Saura et al realizan un estudio en una muestra de 2022 adolescentes españoles, entre 12 y 16 años, de los cuales el 16,12% manifestó conductas agresivas. La personalidad agresiva supone un auténtico problema social, tanto para las personas y bienes de su entorno, como para sí mismo. (Teasdale, Engberg, 2001)
Sin embargo, la agresividad en sí misma no es un trastorno; forma parte del empuje necesario para la conquista del medio y la autoconservación. Muchas veces las acciones que se llevan a cabo carecen de mesura por falta de reflexión; cuando la satisfacción no se logra de modo y forma inmediatos y la palabra no puede implementarse como forma de comunicación, aparece la agresión.
También debemos recordar que la agresividad es consustancial con la filogenia del humano. Ha sido, a lo largo de la historia primitiva de nuestra especie una tendencia básica para poder sobrevivir en un entorno que le era especialmente hostil, y hoy en día puede presentarse en entidades clínicas, que lejos están de tener una exclusiva etiología psicosocial y cuyo estatuto fisioneuropsicológico ya no se puede discutir (Mas Colombo et al, 2003).
Por otro lado, y diferenciándolo de agresividad, diremos que la agresión es un acto intencional destinado a dañar física o psicológicamente a otro. (Huertas, López-Ibor Aliño, Crespo Hervás, 2005). El término aggressio fue usado por los romanos con la acepción de agresión, ataque, acometida. Encuentra sus raíces en el latín aggredí, agredior cuya primera acepción es “avanzar,acercarse, dirigirse a alguien” y en su segunda acepción es “ir contra alguien con la intención de producirle un daño, atacarlo”. En ambas acepciones podemos observar que el término hace referencia a un estado de motivación particular (Diccionario Enciclopédico, 2001).
Es importante considerar lo dicho por Lacan: "La agresividad se manifiesta en una experiencia subjetiva por su constitución misma" (1948, p. 95). Y agrega: “La agresividad es la tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos narcisista y que determina la estructura formal del yo del hombre y del registro de entidades característicos de su mundo" (1971, p. 102).
Freud, en el Malestar en la cultura (1929-1930), se pregunta cuales son los recursos a los que apela la cultura para domeñar la agresión que le es antagónica, para hacerla inofensiva y, quizá, para eliminarla. Para ello, remite al desarrollo evolutivo del hombre, dando cuenta que la agresión es:
... introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de este, que en calidad de super-yo se opone a la parte restante, y asumiendo la función de “conciencia”, despliega frente yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños (p119).
Klein (1927) va más atrás en el desarrollo y analiza lo que sucede con las tendencias agresivas en los estadios más tempranos. De este modo, nos muestra que tales tendencias existen en todos los niños, prueba de ello es su pasaje por estadios sádicos (oral y anal), que, de todos modos no son más que la repetición ontogénica de la evolución de la especie; en los pueblos primitivos: canibalismo y tendencias asesinas de la mayor variedad. Esta parte primitiva de una personalidad contradice totalmente su parte aculturada, que es la que en realidad engendra la represión. La autora postula la existencia de un super-yo más temprano y primitivo cuyas manifestaciones ya se hacen presentes durante el segundo año de vida, dando paso al advenimiento del Complejo de Edipo. Como los objetos que odia son al mismo tiempo objetos de su amor, el conflicto que surge es intolerable para el débil yo; teniendo como única alternativa el único la huida a través de la represión, y la entera situación conflictiva, que de este modo nunca es elaborada y permanece activa en la mente inconsciente.
En tanto ese super-yo temprano está directamente ligado a las propias tendencias sádicas del niño, le provocan ansiedad, lo que estimula violentos mecanismos defensivos aéticos y asociales. Si el desarrollo libidinal del niño avanza del modo esperado, el sadismo disminuye y con ello también cambian las funciones de ese superyó que provoca menos ansiedad y hace surgir el sentimiento de culpabilidad. Esto activa mecanismos defensivos que forman la base de la actitud moral y ética y el niño comienza a sentir consideración hacia sus objetos y a responder a los sentimientos sociales (Klein, 1933).
En aquellos casos en los cuales las pulsiones sádicas parciales no se superan en tiempo y forma se genera un círculo vicioso entre el odio, la angustia y las tendencias destructivas, características de esas etapas más tempranas y, por consiguiente, se reactivan las defensas primitivas correspondientes. Si el miedo al superyó, sea por razones externas o intrapsíquicas, pasa de ciertos límites, el niño puede sentirse compelido a destruir al otro, y esta compulsión puede formar la base del desarrollo de un tipo de conducta criminal o de una psicosis (Klein, 1934).
Por el contrario, si el desarrollo se da en la dirección esperada, aparecen sentimientos de culpa y deseos de reparar. Según Klein, cuanto más aumenta la tendencia y la capacidad de reparar, más crece la confianza en los otros.
Si se bloquea la posibilidad de reparación, el niño quedará incapacitado para responsabilizarse de sus impulsos destructivos. El resultado puede seguir dos vías: la depresión o el alivio mediante el descubrimiento de la destructividad en otra parte, a partir del mecanismo de la proyección (Winnicott, 1960). De esta manera, el mundo puede percibirse como amenazante y el niño ataca para defenderse de lo que en realidad son sus propios impulsos agresivos.
El hombre inhibe las conductas agresivas gracias a la maduración de los lóbulos prefrontales que, de alguna manera, representan la base neurofuncional de aquella “conciencia” que Freud atribuyó al superyó y que, desde el punto de vista neuropsicológico, se denomina función ejecutiva.
2.3.2.- De la impulsividad
Las clasificaciones nosológicas de la psiquiatría actual, descriptas en los manuales estadísticos internacionales -DSM-IV-TR (2002) y CIE-10 (1992), no definen claramente las conductas impulsivas. Si bien, sabemos que ambos textos no son tratados psicopatológicos sino simples descriptores de criterios diagnósticos, dejan un vacío en esta temática. Tanto es así, que dedican un capítulo a los “Trastornos del control de los impulsos" con la aclaración de “no clasificados en otros apartados”, incluyendo en esta clasificación: “juego patológico (ludopatía), cleptomanía, piromanía, tricotilomanía y el trastorno explosivo intermitente". El CIE- 10, en el apartado “Trastornos de los hábitos y del control de los impulsos” reconoce que se incluyen aquí por convención ciertos trastornos de comportamiento que no fueron clasificables en los apartados de trastornos de consumo de alcohol u otras sustancias psicotropas, en los trastornos de impulsos y hábitos que afectan al comportamiento sexual o en los trastornos de la conducta alimentaria (López-Ibor, Valdés, 2002, OMS, 1992).
Si consideramos el significado de la palabra impulsividad o impulsivo, las conductas impulsivas exceden las conductas mencionadas con anterioridad. La característica fundamental, según la definición de la RAE (2001) es que una persona “llevada de la impresión del momento, habla o procede sin reflexión ni cautela”.Queda clara la dificultad para resistir un deseo o motivación, sin tener en cuenta si dicha acción es perjudicial para sí o para otros; pero sobre todo que esa conducta impulsiva permite al sujeto experimentar placer, gratificación o liberación en el momento de llevarla a cabo.
Otra de las características, según nuestra experiencia clínica, es que una vez efectuada la conducta impulsiva puede haber o no arrepentimiento, autorreproches o culpa, pero en todos los casos, los niños refieren la dificultad de controlar los impulsos que la motivaron (Mas Colombo et al, 2003, Risueño, 2004). Al referirnos a conductas impulsivas, y siendo fieles a su definición, observamos que estas no son dominio exclusivo del adulto, ni de aquel que está bajo los efectos de una sustancia.
Los niños y adolescentes también pueden presentar conductas impulsivas, aunque en este caso resulta trascendental conocer las características de la evolución normal del control del los impulsos. Es así como arribamos a la posibilidad de considerar “la falla en el control de los impulsos” como una entidad compleja en la que participan aspectos neurobióticos, psíquicos y sociocognitivos. Los basamentos cerebrales (córtico-subcorticales) se analizarán más adelante en el marco del estudio de las bases neurofuncionales de las conductas disruptivas. Fenomenológicamente, siguiendo a Mas Colombo et al (2003) las conductas impulsivas presentan ciertas características que les son distintivas y marcan las fallas en la función ejecutiva:
A. falta de inhibición en el inicio de la acción: Esta se relaciona siempre con una percepción que implica el reconocimiento configuracional del estímulo, sea este externo o interno. Iniciar la acción será adaptativo o no según sean las metas que dan sentido a la globalidad del comportamiento en el tiempo. La realidad que se nos presenta es siempre compleja, pero la percepción de sus aspectos constitutivos se limita a aquellos que cada uno es capaz de percibir. Así, pueden priorizarse algunos aspectos y eliminarse otros. Si el inicio de la acción es directo y no media ningún proceso de análisis, relación, diferenciación, inferencia, selección, integración y síntesis de los aspectos percibidos con aspectos valorantes internos, esa acción estará fuertemente ligada a los estímulos ambientales.
B. Imposibilidad de postergar el logro del placer:Las conductas impulsivas muchas veces se transforman en conductas de riesgo ya que por ir seguidas de forma inmediata por una consecuencia placentera intrínseca, la posibilidad de valorar negativamente dicha conducta se relativiza como resultado de fallas en la función ejecutiva.
C. Falta de flexibilidad: Si el móvil de una conducta es siempre y solo el logro de una satisfacción inmediata no existen posibilidades de modificar el modo de actuar de acuerdo a la situación. Desde el punto de vista neurobiótico esto se corresponde con el concepto de plasticidad no adaptativa; existen conexiones generadas por aprendizaje que no son eficientes y aún así se refuerzan, lo cual podría tener que ver con tempranas impresiones emocionales. Del mismo modo que no se puede reflexionar acerca de la realidad percibida, las fallas en la reflexión y anticipación no permiten apropiarse de la realidad en forma y modo adecuado. Las modalidades perceptivas modifican lo cognitivo, pero a su vez los procesos de pensamiento resultantes transforman las nuevas percepciones; y ambos procesos intervienen dinámicamente en la construcción de la imagen de sí mismo, autopercepción o conciencia de mismidad.
Cadesky y cols. (2000) demostraron también la mayor dificultad en niños con trastornos de conducta para identificar correctamente el reconocimiento de las emociones entre compañeros. De aquí que se reafirmara la idea de que algunos mensajes no verbales puedan ser interpretados de manera equívoca como hostiles por el niño con trastornos de conducta. De hecho, encontramos que en estos niños falla la capacidad para reconocer las emociones del otro, la capacidad para asumir el punto de vista de los demás, así como para manifestar empatía y sensibilidad. Es por este motivo que algunos autores definen la impulsividad como las fallas en la evaluación de una situación riesgosa o peligrosa (Folino, Escobar Córdoba, Castillo, 2006).
2.3.3.- De la hiperactividad
Según desarrolla Risueño (2004) el cuerpo en movimiento en el espacio como construcción dinámica permite el desarrollo de la conciencia de espacialidad. No se puede concebir esta construcción ajena a un cuerpo que no haya sido vivenciado. El cuerpo en movimiento concede al humano la posibilidad de adentrarse en el mundo como protagonista; le otorga, a su vez el ir siendo con otros. El movimiento coloca al cuerpo en el centro de la existencia; ya que lo dispone para el encuentro. El movimiento, se define por la relación del hombre siendo en su mundo con los otros. Si bien tiene origen en el espacio-cuerpo, se estructura en el mundo y adquiere sentido y significado en él. Al mismo tiempo que el cuerpo ejecuta el movimiento, hay allí, en otro lugar, otro cuerpo en movimiento. En él encontrarse la mirada juega un papel importante; el espacio se descubre, pero el descubrir requiere del detenerse frente a las cosas y frente a uno mismo; es un abrirse para que el yo pueda ir siendo en el mundo. Todo movimiento lleva implícito valoraciones; el “hacia dónde” que el movimiento imprime no es extraño a la experiencia afectiva. Es el movimiento el que expresa la conducta intencional dirigida por la función ejecutiva. El niño en cada instante decide, aún sin expresarlo explícitamente, la ubicuidad de su cuerpo en el espacio y el ajuste adecuado a las circunstancias. Elige en cada tiempo de su historia vital la óptica desde donde mirar, para que le permita dirigirse sin atascamientos a formalizar relaciones sociales pertinentes.
El niño con hiperactividad se mueve en el mundo con un cuerpo que le es desconocido o mal conocido, no puede hallar la justa medida y la coordinación conforme a sus posibilidades de autorregulación. A partir de autopercepciones ceñidas a su realidad no socializada, no ha podido adentrarse en el mundo. Lo ha hecho de modo impulsivo sin ponderar ni reflexionar sobre las consecuencias. Desde esta kinesia desbordada construye un mundo disvalioso, requiriendo entonces de ordenamientos liderados por los adultos, que en muchos casos no encuentra. Las disposiciones tendenciales que predominan, si bien están presentes en toda dinámica humana, son más acuciantes en la actualidad vital de los niños con conductas disruptivas ya que estas invaden proyectos, imposibilitan motivaciones creadoras e impiden concretar aprendizajes.
La hiperactividad en el niño es considerada como una actividad motriz excesiva que sobrepasa los límites normales para su edad y su nivel madurativo. Se manifiesta por una necesidad de moverse constantemente y por la falta de control corporal y emocional. Por ende, no cumple con las pautas esperadas para el desarrollo normal en el cual la actividad motora va disminuyendo a la vez que aumenta su finalidad; de manera que se va haciendo más selectiva. Es decir, que un niño con hiperactividad no presenta más actividad corporal cotidiana que cualquier otro niño; lo que lo hace distinto es que dicha actividad es persistente y continua, presentándose en aquellas situaciones que requieren inhibición motora. Esta dificultad de inhibir lo motriz de acuerdo a las circunstancias es lo que nos permite enunciar la disfunción kinésica como desorden psíquico y desorganización social. Si bien, la hiperactividad es uno de los signos más sobresalientes y el que alerta, principalmente a los docentes, sobre la posible problemática de los niños, esta suele ir desapareciendo durante la adolescencia, quedando solo las manifestaciones agresivas e impulsivas. La hiperactividad va adquiriendo distintivas características según la etapa del desarrollo. Es así, que en los primeros años de vida se presenta como trastornos en los ritmos circadianos o dificultades de socialización; inicios de conductas poco adaptadas. La conducta hiperactiva se muestra como una desorganización que requiere pues, el ordenamiento desde lo familiar y social.
Este funcionamiento hiperactivo lo coloca en la cornisa existenciaria. La exaltación como apropiación inadecuada del espacio, lo orienta hacia el borde de lo que puede devenir como excéntrico, fuera del lugar. La búsqueda constante de experiencias intensas, riesgosas y desinhibidas, son una autoactivación cortical para lograr estar, de alguna manera, con otros.
Si la hiperactividad es un signo, y todo signo es un algo para alguien, por algo y en alguna relación con ese algo, además de preguntarnos qué es la hiperactividad, buceemos en para quién y por qué. El movimiento hiperactivo es un intento de descentración de sí mismo, para poder ir siendo con otros. Su exaltación es una tentativa fallida de salir hacia; es ir construyendo su mismidad a partir de la inautenticidad del movimiento. La hiperactividad es solo el modo disonante de un intento disruptivo de apropiación del mundo; es la búsqueda en algún lugar del límite que otro no puede instaurar. En el niño pequeño, este proceso está en plena construcción; su ir siendo está más cargado de presente que de pasado y futuro. A cada paso y en relación con los otros aprende a valorar y significar su conducta. Esta construcción no se cumple en el caso de los niños con conductas disruptivas. La falta de reflexión, producto de su impulsividad, limita su autopercepción y la percepción de la realidad compartida. Por lo tanto, su memoria experiencial adquiere matices opacos y lleva a que cada acción sea vivida como nueva. La descripción que de ellos hacen los adultos ejemplifica notoriamente lo que expresamos; el “primero actúan y luego piensan”. La única forma real y posible de ampliar el espacio es a partir de una actividad excesiva, que paradojalmente ciñe más que desenvuelve y que angosta espacio y tiempo más que despliega.
La angustia se muestra en el cuerpo como motricidad alterada, en lo psíquico como emociones sentidas sinsentido y formalizadas en depresión, y en lo sociocognitivo, como pensamientos irreflexivos que llevan al niño a inapropiados rendimientos escolares, entre otras conductas desadaptadas. La hiperactividad es el modo de tramitar desde el desorden, de forma prepotente, las vivencias de inseguridad. Adquieren dominio del terreno ante la ausencia de poder parental. Invaden la casa, la escuela como intento restitutivo de algún orden por alguien en algún lugar. Estos movimientos pueden ser pensados como el modo en que se dice con el cuerpo lo que la palabra calla. Es la expulsión hacia el espacio y en el menor tiempo posible de la angustia que les aqueja. Es una motricidad desprovista de significatividad simbólica, pero que tiene valor psíquico. Es una actividad compulsiva que neutraliza las tensiones demasiado intensas para traer la calma; es un desesperado intento de escapar de la angustia.
2.4.- Dinámica neurofuncional de las conductas disruptivas
Resulta oportuno en este punto dar una visión integrativa funcional de las conductas disruptivas para poder, a partir de la descripción de las regiones cerebrales involucradas, comprender la conducta del niño y explicar sus alteraciones en el plano social y cognitivo.
Dado que la conducta normal implica un proceso de autorregulación que no está completamente desarrollado hasta la tercera década de la vida, es indispensable que durante los primeros años de vida la regulación esté dada por parte de los adultos. Es así, como consideramos que el punto de partida de dicha autorregulación comienza en mantener, y por ende regular (valga la redundancia) los ciclos circadianos desde los primeros días. Los ciclos circadianos están regulados por el eje hipotálamo-hipofisiario (Imbriano, 1993, Cubero Juánez, 2004, Narbona Galdó, 2008). Además, este eje hace al tono basal del humor (temperamento) desde la regulación hormonal teniendo intensa participación en el desencadenamiento de reacciones emocionales defensivas y autoconservadoras. Estas reacciones defensivas y autoconservadoras se relacionan con el sistema límbico, en particular con el complejo amigdalino, reservorio tanto de lo instintivo motivacional como de la memoria emocional; esta se relaciona con la impresionabilidad emocional ligada a los acontecimientos (Mas Colombo et al, 2003).
De este modo, las características temperamentales del niño juegan un papel tan importante en la regulación de estos primeros intercambios, como la capacidad de los padres de “atemperarlas”, tanto sean estas excesivamente activas como excesivamente pasivas, a los efectos de ponerlas en “sintonía” con los requerimientos del medio físico y social (Díaz-Herrero, Pérez-López, Carranza- Carnicero, 2002, Risueño, Motta, 2003). Los niños con conductas disruptivas carecen de la posibilidad de regular sus reacciones temperamentales pero también sus progenitores, por lo general, se encuentran restringidos en su capacidad de atemperarlas.
Pero no es suficiente la amígdala para que se estructure lo psíquico; ésta debe complementarse con las acciones funcionales de otras formaciones nerviosas que establecen conexiones con ella. Son las regiones corticales posteriores, encargadas de los procesos gnósicos, las que coadyuvan a estas primeras reacciones instintivas a complejizar su funcionamiento y a ser copartícipes de la estructuración psíquica.
Estas regiones gnósicas posibilitan los procesos sensoperceptivos; resaltando entre ellos los procesos visivos. La mirada se constituye en el primer eslabón de las acciones reflejas con sentido; abre caminos al reconocimiento de rostros, indispensable para las futuras relaciones sociales; ya que no es el mero saber qué o quién es, sino saber acerca de lo que el otro quiere comunicar, cuál es la intención de lo dicho, etc.; la mirada es el primer soporte del lenguaje pragmático (Risueño, Motta, 2004).
Las funciones autoconservadoras del complejo amigdalino se relacionan a través de diversas vías con la corteza cingular subcallosa. (Imbriano, 1993; Bush, Luu, Posner, 2000). El así llamado cíngulo, integrante del circuito emocional de Papez, tiene dos regiones funcionalmente diferenciadas (Goldar, 1997). La región posterior sería la que, por así decirlo, “sentiría” la emoción, en tanto que la anterior participaría activamente con las regiones prefrontales, por sus conexiones con toda la corteza, de las actividades de prevención y anticipación para la defensa. La integración entre el sentir la emoción y el expresarla es un complejo proceso en el cual participan las regiones prefrontales que le dan significación a la emoción y al lenguaje en todas su formas; haciendo partícipe al cuerpo en el lenguaje gestual o la palabra en el lenguaje expresivo verbal, articulados ambos por el sentido. Como bien señalaran LeDoux (1992) y Davis (1992), corroborado posteriormente por otros autores (Ledo-Varela, Giménez-Amaya, Llamas, 2006), es indudable el estatuto emocional del complejo amigdalino, como así también su intervención en el plano social (Mas Colombo et al, 2003).
Los lóbulos prefrontales (LPF) son los que analizan la ubicuidad de la conducta. Esto queda demostrado en la Teoría de la Función de la Corteza Prefrontal (Fuster, 2001), la cual afirma el papel fundamental que cumplen estas formaciones nerviosas en la estructuración temporal de la conducta. Las conexiones cortico-subcorticales que establece con otras áreas corticales y con el sistema límbico en particular, le permiten construir a través del tiempo la significación y el sentido de la conducta. Esta información que llega al LPF se debe a las proyecciones reticulares que, a su vez, a manera de circuito reverberante, retroproyecta las estructuras subcorticales. Las áreas secundarias de corteza posterior brindan el almacenamiento de la información percibida sensorialmente, en tanto que el sistema límbico carga pulsional y afectivamente esa información almacenada con relación a las experiencias vividas. Las regiones prefrontales son de maduración tardía, dependiendo de elementos como la plasticidad, la mielinización, el establecimiento de nuevas rutas sinápticas, la función de ciertos neurotransmisores, aprendizajes, etc. (Mas Colombo et al, 2003). En esta organización funcional del SNC va la organización de la temporalidad. Es así como los sistemas situados por delante de la cisura central dan cuenta del futuro en tanto los sistemas posteriores son componentes esenciales de los procesos neurales relativos al pasado. La evocación y la planificación están siempre atravesadas por el afecto, lo que remite a la íntima relación entre ellos para concordar en conductas valoradas, desde sistemas funcionales complejos, aunque anatómicamente dispersos.
Las formaciones mesoestriadas son las generadoras de los sistemas dopaminérgicos, pero a partir de las disfunciones dopaminérgicas ellas participan provocando descontrol sobre la actividad motora e inhabilitando las áreas prefrontales para la actividad de planificación, monitorización y anticipación de conductas adecuadas a los requerimientos psicosociales.
Con respecto a la participación del cerebelo, las conductas disruptivas se han asociado con su papel en la cognición y las conexiones que mantiene con los lóbulos frontal y parietal, regulándolos (Arriada-Mendicoa, 1999, Cabrera, 2007). Las alteraciones a nivel del neocerebelo serían las responsables de las fallas en la orientación temporoespacial, dificultando la cronotopokinesia, es decir, la relación del movimiento en el espacio a partir del tiempo como transcurso entre el antes y el después. La falla de este control cerebeloso sería el motivo de la aparición de lo que Andreasen (1998) denominó dismetría cognitiva y que definimos (Risueño, 2005, 2010) como síndrome psicomotriz cognitivo; existiendo una disfunción en la regulación y coordinación de la acción motriz, carente de lo propositivo del movimiento, de la estructuración temporal y de la organización cognitiva; es una disfunción en la coordinación espacio-temporo-lógica observada en las dificultades motrices de estos niños. El hipocampo guarda la memoria genética macromolecular y conserva la memoria biográfica, en forma episódica declarativa (Gómez Tolón, Carreras Gargallo, 2003, Néstor, Kubicki, Mc Carley y cols., 2007). Sin embargo, revisiones bibliográficas sobre investigaciones realizadas (Almaguer- Melian, Bregado-Rosado, 2002) señalan la participación del hipocampo en el aprendizaje espacial (Santín, Rubio, Begega, Miranda y Arias, 2000); esta no debería desestimarse, tanto por sus relaciones con el cerebelo, como por las conexiones frontoestriadas. Si bien, las dificultades de regulación de la conducta que presentan estos niños pueden atribuirse a los lóbulos frontales, debe recordarse que estos reciben aferencias de los sistemas subcorticales y mesocerebelosos, los cuales le otorgan la información necesaria para que organicen y formalicen acciones con sentido y significado.
La información que proviene de la amígdala es consolidada en el hipocampo a partir de su capacidad de almacenamiento declarativo y episódico. La literatura muestra suficiente evidencia (Almaguer-Melian, Bregado-Rosado, 2002; Rosenzweig, Redish, McNaughton, Barnes, 2003) de las influencias emocionales y motivacionales sobre los procesos de consolidación de la memoria. Si la amígdala hace a la memoria emocional, el hipocampo con sus múltiples conexiones frontoprefrontales hace a la posibilidad de declarar sobre la misma en tiempo y forma. La imposibilidad de inhibir conductas inapropiadas es tanto responsabilidad funcional de la amígdala como del hipocampo, que no ha podido poner en juego la memoria declarativa que coadyuva a frenar el proceso impulsivo. Ya los planteos de Imbriano (1993) y de la escuela catalana (Barraquer-Bordas, 1995) con el enunciado de circuitos reverberantes cortico-sucortico-corticales que subyacen a todo proceso emocional y afectivo, ponen de manifiesto la importancia de esta región subcortical.
Para nosotros hace a la diferencia entre emoción y cognición y nos posibilita adentrarnos en la comprensión de las conductas impulsivas, características de las conductas disruptivas. Retomamos la idea expuesta en “Función ejecutiva y conductas Impulsivas” (Mas Colombo et al, 2003) de que la misma sociedad es la que provoca, a través de sus silenciosos mecanismos de exclusión, un estado persistente de tensión y estrés alterando los niveles de cortisol. El hipocampo es sensible al cortisol y muchas de sus células mueren si su acción se prolonga más allá de los límites deseados, pues disminuye la glucosa que debe llegar a estas y frena la acción de los neurotransmisores, facilitando la entrada de calcio en las neuronas lo que da lugar a largo plazo a la formación de moléculas de radicales libres. Esta muerte de células de la corteza hipocámpica disminuye la eficiencia de las conexiones de los circuitos afectivo-cognitivos con el lógico resultado de la distorsión de la significación que se asigna a las situaciones que se viven. Surgen así modalidades conductuales que manifiestan “memoria sin afecto y violencia sin emoción” (Leal Marchena, 2002). Las consecuencias abarcan una gama que va de la depresión a la explosión violenta que pone en jaque el ordenamiento comunitario.
El SNC es producto de fenómenos vivenciales históricos, marcando en cada uno de nosotros distintas formas de comportamiento. Este condicionamiento no determinista remite a los principios de especificidad y plasticidad a los que está supeditada la modalidad de respuesta. La corteza cerebral tiene carácter dinámico, flexible y plástico, desde donde se sustenta lo psíquico y lo cognitivo. La neuroplasticidad modifica el localizacionismo rígido y permite colocar toda la actividad cerebral dentro de un dinamismo en donde lo social modifica la estructura y función (Risueño, 2000,2005, 2010; Howard Hughes Medical Institute, 2002).
Diversos autores han definido esta neuroplasticidad como “la propiedad del SNC de cambiar, modificar su funcionamiento y reorganizarse en compensación ante cambios ambientales o lesiones” (Gómez Fernández, 2000). Sin embargo, esta plasticidad no se manifiesta solo ante cambios ambientales o lesionales, sino que puede ser resultado de las consecuencias del comportamiento originado por el propio niño para modificar el medio como resultado de motivaciones que exceden el ámbito de lo biofuncional y se relacionan con lo más puramente humano que es lo psicoestructural y lo sociocognitivo (Mas Colombo et al, 2004).
Es así, como podemos decir que la corteza posterior nos conecta con el mundo y la anterior nos proyecta hacia él (Risueño, 2004). En la clínica se observa que los niños con conductas disruptivas decodifican inadecuadamente el mundo que los rodea y sus propias sensaciones corporales, lo que los lleva a respuestas inadecuadas. Los estímulos presentados a su conciencia se traducen como estímulos caóticos, difíciles de organizar por su corteza frontal-prefrontal vivenciándolos como amenazantes. Cuando desde sus primeras experiencias vitales, la percepción toma este cariz deja registros mnémicos faltos de organización y sistematización. Es así como se construye también su yo psíquico, falto de organización y con características conductuales de impulsividad.
2.5. Conductas disruptivas y familia
En una investigación realizada (Risueño, Motta, 2011) se entrevistaron 50 padres, tutores o responsables de niños que según la observación de los investigadores y/o docentes presentaban conductas disruptivas. Solo el 20% de ellos accedió a que se les administrara a sus hijos pruebas psicológicas y un electroencefalograma. Si bien, no es objetivo del presente analizar los resultados de dicha investigación es de suma importancia recordar lo señalado: la conducta normal implica un proceso de autorregulación que no está completamente desarrollado hasta la tercera década de la vida; es indispensable que durante los primeros años de vida la regulación esté dada por parte de los adultos.
Considerando entonces, la función reguladora parental, no podemos dejar de señalar el alto porcentaje de padres entrevistados que no accedieron a que sus hijos fueran evaluados en esta oportunidad, a pesar de que los investigadores observaron la presencia de indicadores previamente fijados para el constructo conductas disruptivas. Tal situación podría relacionarse con cierto grado de negación de una problemática que aún no había sido denunciada de manera explícita por la institución educativa y que no señalaba aún peligro de exclusión explicita del sistema.
Retomando algunas de las investigaciones citadas que ponían el énfasis en el ambiente es conveniente señalar que la disfunción familiar, es considerada como uno de los factores de riesgo en la génesis, evolución y desarrollo de los desórdenes de conducta disruptiva.
Por consiguiente, estas conductas parentales dificultan acciones de prevención de las consecuencias que la bibliografía científica consultada había señalado como significativa; nos encontramos ante la imposibilidad de intervenir de manera precoz dado que los adultos a cargo de esos niños presentan poca percepción de la dimensión de la problemática que asume la conducta de sus hijos, es decir, que fallan en su propia capacidad de función ejecutiva psicosocial.
3.- CONCLUSIONES
Podemos, entonces, dar cuenta que existe una relación cada vez más estrecha entre debilitamiento de las relaciones familiares y las conductas disruptivas y por ende de las fallas en la construcción de la función ejecutiva.
Como ya señalamos, el niño con conductas disruptivas no inhibe sus conductas agresivas, su impulsividad y su hiperactividad. En principio, desde el aspecto neurobiótico porque sus lóbulos prefrontales aún no han madurado; desde el punto vista psicosocial, la dinámica familiar no ha facilitado la estructuración de la instancia superyoica, ni ha ejercido desde la perspectiva neuropsicológica, la función ejecutiva parental.
El niño, incapacitado de reflexionar sobre sus impulsos destructivos, proyectará su agresión al mundo externo, generando encuentros fugaces que trastocan el orden temporal y se tornan recuerdo falseado. Se carga más de recuerdo de fracaso que de éxito; y esto, en dialéctico movimiento, retroalimenta la construcción de la conciencia de sí mismo, sentida como existencia frustrada.
Se ha observado, tanto en la clínica como en las investigaciones llevadas a cabo, que los adultos con su conducta negadora no amortiguan el desborde pulsional infantil. Las vías regias de estos desbordes son, por un lado, el efecto directo e inmediato que la conducta disruptiva tiene en el medio social, y por otra parte, las consecuencias a largo plazo, dadas por el afianzamiento de dichas conductas, que forjan de manera reverberante una personalidad disruptiva, y en el tiempo, disocial, con malograda organización de la función ejecutiva, que conllevan fallas en el control de los impulsos, consumo de sustancias, conductas sexuales sin protección, etc.
Por lo tanto, nos convoca a los profesionales de la salud a proponer acciones preventivas. Va de suyo realizar un relevamiento exhaustivo de familias con niños con conductas disruptivas, informar y formar a los docentes en esta temática, ya que consideramos que son los adultos más cercanos a los niños en edad escolar (además de sus padres).
Recordamos que solo la palabra y las acciones cargadas de sentido y significado psicosocial pueden, a partir de la imitación empática, lograr identificaciones sanas, que posibiliten regular la conducta y lograr futuras generaciones con el cuantun necesario y suficiente de agresividad, impulso y movimiento justos, para llevar a cabo su proyecto vital.
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