PROBLEMATIZANDO EL TRASFONDO ÉTICO EN EL ESTUDIO Y LA ENSEÑANZA SOBRE LA FELICIDAD EN AMÉRICA LATINA
María José Rodríguez Araneda
Universidad de Chile
Resumen
Se problematiza el trasfondo ético e histórico de las nociones de felicidad desde las cuales se trabaja en el campo de la psicología positiva, sus implicancias sociales y ontológicas, y los desafíos que lo anterior reviste para la enseñanza e investigación desde la psicología en América Latina. Para lograrlo se realizó un ensayo en base a la revisión bibliográfica de fuentes provenientes de la historia de la filosofía, religión y ciencias sociales.
Palabras claves: Significados de felicidad, ética, enseñanza de la psicología.
Summary
Ethical and historical background of the notions of happiness from which you work in the field of positive psychology, social and ontological implications, and challenges the above has for teaching and research from psychology in Latin America becomes problematic. To achieve this, a test was conducted based on the literature review of sources from the history of philosophy, religion and social sciences.
Keywords: Meanings of happiness, ethics, teaching psychology.
La felicidad ha sido concebida de múltiples maneras a lo largo de la historia occidental, tanto en filosofía, teología, ciencias sociales, economía y jurídica (Barrientos, 2006; Bermudo, 1983; Marías, 1987). En nuestra disciplina el estudio de la felicidad se ha abordado desde la psicología positiva desde la vertiente eudaimónica y la hedónico evaluativa (Seligman, 2003; Cuadra y Florenzano, 2003). Los psicólogos enseñamos y replicamos estos modelos foráneos, pero aún no hay mayor discusión sobre las aspiraciones que reflejan y reproducen, considerando los modos de hacer sociedad que tienen sus propios sentidos históricos, políticos y económicos.
Naciones Unidas ha puesto la búsqueda de la felicidad como un derecho fundamental de todo ser humano (Asamblea General de Naciones Unidas, 2011). No obstante, quienes nos hemos interesado en el tema podemos fácilmente abordarlo desde una perspectiva ideologizada si no comprendemos sus trasfondos éticos, sus implicancias sociales y ontológicas, más aún si obviamos los sentidos de desarrollo que son originarios a nuestras comunidades latinoamericanas.
Con el presente escrito me propongo:
- Destacar el origen filosófico de las nociones de felicidad que han inspirado el desarrollo teórico en psicología positiva, destacando la construcción histórica y contextualmente situada que estos sentidos éticos implican.
- Problematizar el trasfondo ético, tanto social y como ontológico, de estas nociones, así como consideraciones en su enseñanza y empleo en la investigación desde la psicología en América Latina.
Las ideas aquí expresadas se sustentan también en una investigación teórica que se realizó, y que estuvo a la base de la investigación aplicada sobre Representaciones Sociales de la Noción de Felicidad en Estudiantes y profesionales de las Áreas de la Salud y la Educación en Chile e Italia. Se investigó consultando fuentes originales de la filosofía, la religión cristiana y las ciencias sociales. Pero no incluyo en este texto los resultados directos de dicho trabajo.
Las nociones de felicidad en Psicología positiva
Uno de los primeros estudios empíricos sobre las características de las personas felices fue de Wilson, quien en Correlates of Avowed Happiness (1967) plantea que las diferencias en la felicidad individual se explican por dos postulados: 1) la rápida satisfacción de las necesidades causa la felicidad, mientras que la persistencia de su no-satisfacción causa la infelicidad; 2) el grado de cumplimiento requerido para producir satisfacción dependerá de la adaptación a los niveles de aspiraciones, los cuales serían influenciados por la experiencia pasada, la comparación con otros, los valores personales y otros factores. Concluye que una persona feliz sería generalmente joven, saludable, bien educada, bien remunerada, extrovertida, optimista, religiosa, casada, con alta autoestima, etc. Esta caracterización del individuo feliz dio para discusión y activó a la comunidad científica a profundizar en este tipo de investigaciones. Desde entonces ha proliferado el estudio empírico de la felicidad, poniéndose énfasis en tres perspectivas: 1) Normativa valorativa: se usan criterios como la virtud o la bondad para definir la felicidad; 2) Subjetiva e idiosincrática: el bienestar se asociaría con la satisfacción con la vida y es el informante quien define lo que constituye una buena vida; 3) Experiencia emocional placentera: la felicidad alude a la preponderancia de afecto positivo sobre el negativo (Diener, 1984).
Se denomina psicología positiva al campo de investigación e intervención de la psicología que se centra en la comprensión e incremento de la felicidad humana (Seligman, 2003). Con cierto grado de confusión inicial y controversia se fueron desarrollando dos tradiciones al interior de la psicología positiva: 1) la vertiente hedónica representada por el concepto de bienestar subjetivo, de corte subjetivo-idiosincrático así como de experiencia emocional placentera, y 2) la vertiente eudaimónica que identifica la felicidad desde el desarrollo del potencial humano, representada por el concepto de bienestar psicológico, de corte más normativo-valorativo (Ryan y Deci, 2001).
A continuación revisaremos los orígenes filosóficos e históricos para cada una de ellas, las aspiraciones ontológicas y sociales que contienen, y algunas teorías representativas al interior de la psicología positiva.
Vertiente hedónica
La tradición hedónico-evaluativa, como prefiero llamarle, hace referencia a la felicidad como una experiencia subjetiva de placer versus displacer, que es construida e incluida en todos los juicios acerca de los buenos/malos elementos de la vida. Desde esta perspectiva la felicidad se concibe como la estimación global de la satisfacción con la vida en general (Diener, Lucas y Smith, 1999). En coherencia se formula el concepto de bienestar subjetivo, denominado “Felicidad Subjetiva” por Lyubomirsky (2008; Lyubomirsky y Ross 2002), en el cual se sostiene que son las propias personas quienes han de definir lo que les produce una buena vida (Diener, 1984). Este bienestar subjetivo, o felicidad, se compone de aspectos cognitivos y emotivos, los primeros se traducen en un juicio evaluativo favorable sobre la cualidad de la vida personal, el cual se constituye de pensamientos positivos como el optimismo, la satisfacción con la vida y la autoestima. Los segundos conforman el balance hedónico, es decir, la preponderancia de emociones agradables por sobre las desagradables en las experiencias vividas (Caprara y Steca, 2006).
Esta psicología hedónica (Kahneman, Diener, Schwarz, 2003) tiene sus raíces en la filosofía moral clásica, en específico en la escuela de Epicuro en el mundo griego (Boeri, 1997) y su evolución al estoicismo en el mundo romano (Marías, 1987). En el hedonismo clásico la felicidad se contrapone al sufrimiento y se define desde su ausencia. En un mundo donde las posibilidades de controlar el ambiente eran mínimas la filosofía indicaba los caminos de la ataraxia, o imperturbabilidad, sobre todo para la evitación del dolor (Rodríguez, 2011). En este sentido se disfrutaba de placer, pero no en esencia sensual sino por sobre todo placer catastemático, es decir, de orden espiritual y superior.
Con el advenimiento de la edad media, el mundo occidental mediterráneo se cristianizó, y la visión agustiniana de la vida se impuso con una noción de felicidad platonizada, alcanzable solo en el reino de los cielos más allá de la muerte (Abarca, 2002), la felicidad sería sobre todo salvación. Hubieron de acontecer mil años, el cisma de la iglesia cristiana, y el desarrollo del protestantismo para que en la Europa del Norte se gestara la filosofía utilitarista, la cual recogerá los postulados del hedonismo clásico y los traducirá en la visión pragmática de placer en ausencia de dolor para la mayoría de las personas. Con el siglo de las luces y su promulgación de la libertad como aspiración social, se afianzará la validez de una felicidad con un fuerte componente sensitivo. La felicidad saldrá decididamente de dimensión platónica, podrá sentirse, y por tanto ser objetivada, situación que aprovecha la incipiente ciencia social, positivista y empirista. La felicidad puede ahora medirse, puede explicarse y es tarea del estado constituirse en su garante. Lo anterior implica a su vez una visión de sociedad particular, improntada en el sello de la moral protestante (Weber, 1991), que valora el trabajo cotidiano, el progreso y el control del medio ambiente. Es esta la ética tanto del estado de bienestar como de la economía liberal. Lo bueno es lo útil (Bentham, 1780), y por tanto resuelve los problemas que causan dolor al ser humano. Desde aquí el valor de la condiciones de vida cobra protagonismo, y se consolida en la aspiración del estado de bienestar y la noción de calidad de vida (García, 2002).
Es esta ética, que identifica lo bueno con la ausencia del dolor y con la preeminencia del placer, madurada en la filosofía social anglosajona con pensadores como Bentham, Mill y James y la economía clásica, la que anima la vertiente hedónica de la psicología positiva. Desde aquí, este campo de corriente eminentemente cognitiva y academia norteamericana, fue desarrollando teorías hedónico evaluativas de la felicidad, siendo la Teoría de Juicio Evaluativo (Diener, Suh, Luca y Smith; 1999) y el Modelo de las Cuatro Calidades de Vida (Veenhoven, 1984)1, las que predominan como referente en las mediciones de felicidad mundial2. Estas teorías centran su noción de felicidad en sentir experiencias agradables y evaluar la vida satisfactoriamente. Destacan pues el valor de la experiencia subjetiva placentera y realización del proyecto de vida, lo cual es factible en condiciones de libertad individual y buenas condiciones de vida. Es por esto coherente a las aspiraciones sociales que motivaron las revoluciones liberales del viejo y nuevo mundo. Podríamos decir que desde entonces se va consolidando la idea del derecho a la felicidad. Ahora bien, cada uno sabrá cómo es feliz, y no se cuestiona mayormente las fuentes sobre las cuales lo anterior se logra.
Vertiente eudaimónica
Por su parte la tradición eudaimónica considera la felicidad como un estado de bienestar que incluye la salud y el pleno desarrollo del ser humano. Desde aquí Ryff acuñó el concepto de bienestar psicológico, que implica una percepción de compromiso con los desafíos existenciales de la vida (Keyes, Shmotkin y Ryff, 2002). Este concepto emerge de los aportes de la tradición humanista y contiene en su interior los de auto realización, funcionamiento pleno, auto actualización, resiliencia, madurez y otros afines desarrollados por autores como Maslow, Fromm, Frankl, Allport y Rogers, poniendo especial énfasis en el propósito de la vida, su significado, el desarrollo personal, el enfrentamiento y superación de los desafíos (Martí, Martínez, Martí, Marí, 2008).
En la psicología positiva eudaimónica se ha puesto énfasis en el estudio del potencial humano, tal y como es el caso de la Teoría de la Experiencia Óptima de Csikszentmihalyi (2000). Centrada en el desarrollo de las capacidades y el crecimiento personal, concebidas ambas como los principales indicadores del funcionamiento positivo, otro de los planteamientos más relevantes en esta línea es el modelo multidimensional de bienestar psicológico (Ryff, 1989) compuesto por seis dimensiones:
1) auto aceptación (sentirse bien consigo mismo incluso siendo consciente de las propias limitaciones, tener actitudes positivas hacia uno mismo);
2) tener relaciones positivas con otras personas (mantener relaciones sociales estables, tener amigos en los que poder confiar, capacidad para amar);
3) autonomía (asentarse en las propias convicciones, tener autodeterminación, mantener la independencia y la autoridad personal);
4) dominio del entorno (habilidad personal para elegir o crear entornos favorables para satisfacer los deseos y necesidades propias);
5) propósito en la vida (marcarse metas y definir una serie de objetivos que permitan dotar a la vida de un cierto sentido) ;
6) crecimiento personal (empeño por desarrollar las potencialidades, por seguir creciendo como persona y llevar al máximo las capacidades).
Tanto la apreciación positiva de sí mismo, como la alta calidad de los vínculos personales, la creencia de que la vida tiene propósito y significado, el sentimiento de que se va creciendo y desarrollando a lo largo de la vida, y el sentido de autodeterminación, son dimensiones que han demostrado ser características críticas para el funcionamiento positivo (Ryff y Keyes, 1995).
Esta vertiente ha sido denominada eudaimónica (o eudemónica)ya que posee su origen en la obra Ética a Nicómaco de Aristóteles. La ética del filósofo resume el ideal griego de la perfección, la areté o suprema virtud, el desarrollo máximo de la potencia como sentido mismo de la vida (Aristóteles, 1983). En su contexto histórico la ética nicomáquea vino a restablecer el valor de la vida mundana tras la proposición de la filosofía platónica que reducía la felicidad a la condición de utopía. La propuesta eudaimónica, será por tanto, la invitación a orientar la vida hacia la excelencia y el florecimiento humano, inquietud ética que se difumina en la edad media con el advenimiento de la moral agustiniana de gran influencia en la Europa Medieval. Es posteriormente Tomás de Aquino, en el siglo xiii, quien hará lo suyo para restituir el valor y sentido a la vida mundana, no solo como antesala de la realización del espíritu humano (la salvación), sino como escenario mismo de felicidad y fecundidad de la acción humana (santo Tomás de Aquino, 1944). Si bien no logra una transformación de la sociedad de su época, la teología tomista prepara el camino para la proliferación en la Europa Mediterránea del humanismo, escenario en que el florecimiento del hombre –la persona común– comienza a tener como nunca antes protagonismo en la sociedad. Esta vez la felicidad como actividad virtuosa será para todos. Vuelve, de este modo, a ser lo terrestre lo que da sentido a la vida, y es la imagen griega de perfección que la orienta el sentido de bien y de desarrollo.
Es desde esta ética que prolifera la corriente humanista en la psicología clínica, con expositores como Maslow y su difundida Teoría de la Pirámide de las Necesidades Humanas. Teorías como esta ponen el acento en la necesidad de la persona por llegar realizar su potencial, empleando la metáfora de la semilla cuyo proceso llega a su clímax en el florecimiento y dádiva de frutos del árbol maduro.
Es la felicidad por tanto, para la psicología positiva eudaimónica, un asunto de funcionamiento óptimo, de creatividad, salud mental y desarrollo del potencial humano. Es esta la virtud que persigue la psicología como ciencia, un ideal moral, una imagen de ser humano “bueno”, desarrollado, orientado a la perfección y al desempeño sobresaliente. Desde aquí el placer es visto como el correlato de la vida virtuosa, una consecuencia no intencionada (Csikszentmihalyi, 2000) de una vida que se desarrolla desde la intencionalidad de la persona. El bien es normativo, es en definitiva la salud misma, el completo bienestar, el desarrollo pleno, la consecución del estadio más alto.
Las teorías eudaimónicas en psicología positiva se enfocarán en el desarrollo de virtudes morales por una parte –como es el caso de la Teoría de las Fortalezas del Carácter de Petersen y Seligman (Seligman, 2003)– y el desarrollo de las capacidades de la persona, sobre todo su capital psicológico, así como en la ejecución de actividades con sentido que impliquen un crecimiento psicológico y social.
Otras nociones de felicidad
Existen otros discursos que han ejercido una enorme influencia en la historia de la humanidad, que por diversas razones no han sido recogidos por la psicología positiva. Tal es el caso del discurso cristiano católico y del discurso colectivista. Me parece importante puntualizar esto para poder constatar cómo la noción de felicidad se constituye ante todo como un constructo cargado de sentido contextual e histórico.
El discurso católico puntualiza la felicidad como un ideal que se alcanza sobre todo después de la muerte, pero que en vida es fruto también de dos principales fuentes: la gracia de Dios y su consolación, y el amor, a Dios, al prójimo y a sí mismo, además de obediencia de las leyes. En el cristianismo hay un imbricación total entre la felicidad en vida y el comportamiento amoroso y justo, tal y como lo reflejan las bienaventuranzas en el sermón de la montaña de Jesús (Mateo 5:1-12). Es tal vez lo más llamativo del discurso la paradoja de la felicidad en el abandono del yo en la búsqueda de su satisfacción y la entrega del ser. Esto también es posible de observar en otros discursos religiosos, como el del Budismo Tibetano, que define la felicidad como la consecuencia no intencionada de buscar la felicidad de los demás. Desde allí el amor no es sino la búsqueda de la felicidad del otro (Dalai Lama y Cutler, 2007).
En el colectivismo, por su parte, la felicidad se concibe como bienestar del colectivo, el bien de la comunidad (Lu y Bin Shih, 1995). No tiene sentido pues propugnar el bien individual sino el bien del clan. Y esta concepción frecuente en oriente, tómese el caso del confusionismo, se contrapone en cierto sentido a la noción misma de felicidad occidental, en la cual el sujeto es centro y consumación.
Vemos pues otras concepciones de felicidad en las cuales si bien la virtud cobra una papel central, lo protagónico es el bien de algo que trasciende al yo mismo. A mi modo de ver la diferencia crucial con el eudemonismo reside justamente en la falta de centralidad del yo.
Tenemos por otra parte los nuevos desarrollos teóricos de la filosofía contemporánea, que han venido a impactar en las ciencias sociales más allá del campo de la psicología positiva. Tales son los casos de la propuesta de la Ética Mínima de Adela Cortina (1986; 2003) capaz de dialogar con el Enfoque de las Capacidades de Martha Nussbaum y Amartya Sen, desde el cual se define la pobreza y la desigualdad en general como problemas de derechos humanos y restricción de libertad (Nussbaum y Sen, 1996). El cuestionamiento ético, de acuerdo a Cortina, se orienta entonces a universalizar los mínimos de justicia y sostener un pluralismo en los máximos de felicidad.
Desde aquí no puedo evitar cuestionarme si al interior de la psicología estamos abordando el tema de la felicidad atendiendo a que se trata de un espacio de máximos, y que por lo tanto puede existir tanta pluralidad, o una pluralidad, que desborde nuestra construcción de saber enmarcada en los parámetros de la vertiente hedónico-evaluativa y la eudaimónica de felicidad, ambas reflejo de nuestras aspiraciones heredadas desde la cuna griega de occidente y florecidas luego de los procesos liberales.
No es que no me parezcan legítimas, es más, en gran medida las comparto, he sido socializada en ellas y han demostrado contundente evidencia de sus beneficios en las vidas personales (Fredrickson, 2001; Javaloy, 2007; Javaloy, Páez y Rodríguez, 2006). Tan solo me inquieta la naturalización de algo que desde sus inicios ha sido, y seguirá siendo, un constructo. La felicidad es una idea construida de lo que es bueno, hoy en día para la persona, para el individuo. Pero dado el incremento del individualismo asociado a la vida moderna, a la excesiva centralidad en el yo, es que me parece prudente recordar que existen y han existidos importantes otras concepciones de la felicidad, algunas de las cuales es perentorio considerar para atender a la realidad de nuestra Latinoamérica.
Hemos presentado aquí algunas concepciones ampliamente extendidas, trabajadas, materializadas en dispositivos normativos, teorías y estructuras sociales derivadas de sociedades que han influido en América Latina. Dado nuestro mestizaje, y la enorme cantidad de población indígena que por fortuna aún prevalece, es que resulta incompleto nuestro análisis si no incluimos en él las éticas de las etnias latinoamericanas.
Como psicóloga social con algunos años de ejercicio, no poseo el conocimiento que quisiera sobre los sentidos de bien de aquellas etnias, sociedades y sus culturas como para poder aseverar que la psicología positiva, en su desarrollo actual está dando en el blanco a la hora de tratar con el malestar/sufrimiento, y la felicidad de las personas en América Latina.
Si no tenemos claro qué es lo bueno desde la otra mitad de nuestras raíces ¿cómo daremos respuesta a la interpelación que se nos acusa desde el rol profesional? Es posible que lo sepamos como individuos, pero ¿lo hemos logrado sistematizar como teóricos? ¿Están estas éticas, estos sentidos bien articulados en nuestros programas de salud, nuestras políticas públicas, nuestras intervenciones sociales, nuestras mallas curriculares? La respuesta, a mi juicio, no es favorable, el esfuerzo tal vez más extendido que conozco está en el empleo de las metodologías cualitativas en el trabajo de investigación e intervención del psicólogo.
La verdad es que desde la psicología desconocemos los sentidos éticos del pueblo latinoamericano. Es cuestión de observar nuestras mallas curriculares para sostener esta afirmación. Necesitamos incorporar este saber, pues nuestros modelos de trabajo no son inocuos ni neutrales, implican una intencionalidad social, dan camino a un desarrollo ontológico, se filtran en la construcción de mundo cada vez con más fuerza desde los espacios normalizadores. La psicología, como hija y creación de occidente, influye, afecta, pretende mejorar la calidad de vida de las personas, subsanar su sufrimiento, contribuir a su desarrollo, es pues, tanto hedonista como eudaimónica. Pero la realidad es más compleja que nuestros propios objetivos históricos, muchos de ellos pensados y heredados de otras cunas sociales.
Pensar la psicología en Latinoamérica implica retrotraer nuestra observación y análisis a la historia étnica anterior y posterior a la colonización de América, así como nuestra historia mestiza anterior y contingente a la presión de la globalización (una nueva aculturación). Es esta problematización la que me parece importante incorporar tanto en las cátedras como en los proyectos de investigación: nuestros sentidos éticos, nuestros valores y estilos de vida, nuestra complejidad moral, nuestras propias nociones y sentidos de felicidad.
A modo de cierre, llamo la atención sobre la evidente multiplicidad de construcciones simbólicas en torno a la noción de felicidad, las cuales tienen implicancias éticas que requieren ser discutidas en los espacios de enseñanza e investigación en psicología, en especial América Latina considerando que las teorías generadas al respecto son foráneas y reflejan aspiraciones sociales coherentes a las culturas en las cuales han sido elaboradas.
Las nociones de felicidad desde las cuales trabaja la psicología, sea la hedonista o la eudaimónica, son construcciones modernas, que encarnan valores liberales del ilustrado occidental, una concepción de ser humano que posiciona su desarrollo desde un paradigma individualista que enaltece como bien el progreso y el evolucionismo social.
Estas lógicas se han naturalizado como positivas al interior del discurso de las ciencias sociales, la psicología y diversos dispositivos de alcance jurídico. Lo anterior desde la instalación de los derechos humanos resulta meritorio, no obstante requiere dialogar con las reflexiones contemporáneas que maduran en el campo de la filosofía, la economía y la religión, así como los sentidos de bien que son propios de los procesos sociales y culturales acontecidos en América Latina.
Es peligrosa la naturalización de una ética, ya que la ética es eminentemente una actitud de cuestionamiento crítico. Cuando trabajamos con la felicidad lo hacemos con el sentido de bien para las personas, lo cual puede llegar a tener no solo implicancias normalizadoras para la vida humana sino además afectar los sistemas de vida no humanas, considérese los impactos sobre los ecosistemas, su flora y fauna, con motivos de las presiones que les ocasionan los nuevos estilos de vida de alta urbanización. Esta influencia es lógica, si consideramos que tras el paradigma de desarrollo por el cual opte una sociedad, se encuentra un fundamento ético en los sentidos de felicidad o valores supremos. Y en este sentido el modelo de desarrollo actual, que es coherente con las nociones de felicidad que trabajamos, aspira al bienestar generalizado a través del crecimiento industrial y científico-técnico (Claro, 2011).
Las articulaciones históricas de la vida contemporánea no son inocentes devenires sociales, sino construcciones en un escenario donde se dan constantes luchas de intereses. Por esto es que la psicología ha de regresar siempre a la subjetividad, contextualizar y problematizar los discursos sociales. La felicidad como satisfacción personal, perfección humana o placer, al constituirse como mandato social –a través de los discursos de los medios de comunicación, los programas educativos, los dispositivos jurídicos– llega a ejercer presión y condicionar los estilos de la vida de las personas (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, 2012). Es decir, esto no es inocuo, y sobre ello me parece importante insistir.
Es por tanto el sentido de este trabajo poner en discusión no las legítimas aspiraciones personales a no sufrir y sentir paz, alegría y otras muchas emociones placenteras, sino aportar elementos para recordar que como sentido ético la felicidad no es un bien definido de tipo platónico, si no una construcción humana cargada de valor que podría tornarse en sumo peligrosa para la libertad y la vida, si alcanza desde ciertos significados un estatus natural. Y que es posible abordarla con mayor responsabilidad si en los procesos de enseñanza-aprendizaje, de la psicología en este caso, entregamos a los estudiantes los elementos de contexto que les permitan dimensionar la historia y multiplicidad del constructo, su potencialidad normalizadora de las aspiraciones de vida, y trasmitir la inquietud por conocer y revelar los sentidos éticos de las comunidades mestizas de América Latina, constatando además la naturaleza multicultural los países que la componen (Olivé, 2004).
Cierro entonces con la siguiente pregunta ¿Está la psicología en condiciones de decir qué es la felicidad? Podemos responder diciendo que la felicidad es una palabra que busca identificar el sentido de lo bueno para la vida, y que lo bueno ha sido articulado desde discursos sociales, muchos de los cuales se han extendido en su hegemonía, como lo es el discurso hedónico evaluativo, y en menor medida el discurso eudaimonista –como otrora lo fuera el discurso agustiniano o el discurso marxista–. Este discurso que se impone con fuerza en la psicología positiva, tiene un sello epistemológico además, posicionándose desde el empirismo y el positivismo, paradigma más afín a las ciencias naturales, que no sin detractores impera aún en gran parte de las ciencias sociales. En este sentido, vale la pena recordar que la felicidad es una idea, y como tal puede ser múltiple, compleja, cargada de valor, ideal y también ideología.
Por otra parte, no me parece que hayamos llegado al fin último del ser humano, en su felicidad, no me parece que sea el fin último tampoco de la psicología. No me parece pues la psicología se gestó en sus más tiernos inicios desde la inquietud por comprender el alma humana, tarea a la cual nos debemos. Mucho nos falta por desentrañar misterios como los del amor y la sabiduría, que tal vez puedan darnos nuevas luces para poder como especie convivir con mayor respeto y armonía con el planeta que nos alberga, al cual continuamos deteriorando en búsqueda de “nuestra”¿? preciada felicidad.
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Notas:
1 La teoría de Veenhoven identifica la felicidad con el goce de la vida (Veenhoven 1994; 1998; 2004; 2009).
2 Para el caso de Veenhoven véase la Word Data Base of Happiness en http://www.worlddatabaseofhappiness.eur.nl/. Para el caso de Diener considérese la Escala de Satisfacción con la Vida, empleada en The Happy Planet Index (New Economics Foundation, 2007; 2009) y el Better Life Index (Organización para la Cooperación y el Desarrollo, 2013).